Sin lugar a dudas el holocausto judío fue uno de los acontecimientos más trágicos y salvajes de la historia, no solo por la cantidad de muertos en las cámaras de gas nazis, sino en el escaso lapsus de tiempo en que se produjo.

El capitalismo en su fase imperialista, en la 1ª guerra, había trasladado la capacidad productiva de las fábricas a los campos de batalla. Mientras los generales de todos los bandos seguían con los esquemas militares de siglos anteriores, grandes cargas de caballería, ataques en línea de la infantería, … la industria capitalista había encontrado un nuevo mercado, el de la guerra, con sus ametralladoras, con los gases, sus tanques y los rudimentos de la aviación, así como los ataques aéreos con los Zeppelines. La matanza era inevitable

Hay la dramática anécdota que en una de esos ataques en línea de la infantería inglesa contra posiciones alemanas, los soldados germanos, armados con ametralladoras, salieron de las trincheras a gritarles a los ingleses que no cargaran, que los iban a destrozar. El mando inglés se mantuvo en su trece, y miles de soldados murieron. Era la manera “industrial” de matar.

Esta productividad en la industria de la muerte, los nazis la elevaron a otro nivel; incorporaron los sistemas de producir muertos que Ford (simpatizante nazi) había introducido en la industria, el trabajo en cadena. Los campos de concentración eran verdaderas fábricas de destruir personas.

La planificación y la racionalidad que introdujeron los nazis es lo que le confiere más dramatismo. Esto es lo que diferencia el holocausto judío de otros holocaustos, la racionalidad burguesa, capitalista, en la organización de la matanza.

Pero esta racionalidad no justifica las campañas para a través del holocausto judío ocultar que el capitalismo se construyó a base de matanzas masivas.

La colonización de América, tanto del norte anglosajón, como el sur hispano, supuso la muerte de millones de seres humanos, considerados inferiores. Eso fue un holocausto, no planificado por la racionalidad nazi, y a lo largo de muchos más años, pero si justificado por el desarrollo capitalista. Sin la ocupación de las tierras de los indios americanos, sin el saqueo del oro y la plata, del norte y del sur, el capitalismo europeo no habría llegado al nivel que llegó ni a dominar el mundo.

Pero quizás el holocausto más salvaje de la historia fue la colonización de África, donde están implicadas las clases dominantes de todo el mundo, desde los industriales del textil inglés de Manchester y Liverpool hasta los jeques árabes que hacían de intermediarios en la misma África -eran los que secuestraban a los africanos para enviarlos a América, a través del puertos del Atlántico-, pasando por las burguesías nativas de toda América.

Millones de seres humanos eran arrancados de sus aldeas, metidos en los buques negreros y enviados a las plantaciones del otro lado del Océano, para aumentar la riqueza, no solo de las colonias y excolonias, sino, sobre todo, de los capitalistas de las metrópolis europeas… que se beneficiaban de la materia prima producida con mano esclava.

El árbol del holocausto judío no puede ocultarnos el bosque que significan las matanzas sobre las que se construyó el capitalismo actual. Los nazis no eran unos locos sedientos de sangre, sino como los esclavistas del siglo XIX, herramientas de los grandes capitales que se beneficiaron de ese holocausto, desde la Krupp hasta la Siemens, pasando por la Benz…

Incluso ese árbol judío tiene muchas ramas, además de la judía, que quieren ocultar. Los millones de muertos en los campos de concentración, que inicialmente se llenó de comunistas y socialistas, y donde murieron republicanos españoles antifranquistas, que el gobierno actual se niega a recordar, gitanos y homosexuales, rusos y ucranianos, …  Recordar a todos ellos es un ejercicio fundamental de justicia histórica, para evitar justificar al estado actual de Israel. Los mismos judíos ortodoxos reniegan del sionismo, considerando que desvirtúa el imprescindible recuerdo de los muertos en los campos de concentración nazis.