Las elecciones «plebiscitarias» catalanas del 27 de setiembre de 2015 marcan el punto más álgido hasta el momento en el enfrentamiento entre las ansias soberanistas del pueblo catalán y el régimen monárquico español. La multitudinaria manifestación de más de un millón de personas el 11 de setiembre de 2012 en Barcelona reclamando la independencia de Cataluña (un territorio con cerca de 7,5 millones de habitantes) fue todo un acontecimiento político que inició un período de conflicto abierto con las instituciones centrales españolas. Esto asombró a mucha gente que pensaba que el problema nacional era un tema secundario en el Estado español; que si subsistía era por la permanencia de los atentados de ETA y que, una vez que ésta decretó el abandono definitivo de las armas en octubre de 2011, el problema quedaba reducido a discrepancias «regionales» por el reparto de competencias y dinero.

Felipe Alegría

La explosión nacionalista catalana no puede entenderse al margen de la crisis económica capitalista y de su expresión en la Unión Europea (manifestada en la crisis de la deuda y el saqueo de la periferia); sin tener en cuenta el fracaso del proyecto de renacimiento imperialista que el capitalismo español se había marcado con su entrada en la UE. El problema de la unidad nacional española, con profundas raíces en la historia, está lejos de estar solucionado.

Una mirada histórica

Recordemos primero a Lenin. Entre enero y febrero de 1916, en plena Primera Guerra Mundial, el dirigente bolchevique definía tres tipos de países en relación a la autodeterminación nacional. En el primer tipo estaban los «países capitalistas avanzados de Europa Occidental y los EEUU», en los que la tarea progresiva de la revolución burguesa de constituir la nación hacía mucho tiempo que se había agotado. Estos países se habían convertido en potencias imperialistas que oprimían a otras naciones en las colonias y semicolonias, cuando no dentro de sus propias fronteras (como Alemania con Polonia o Gran Bretaña con Irlanda). En el segundo tipo se encontraban los países del Este de Europa («Austria, los Balcanes y, sobre todo, Rusia»), Estados plurinacionales donde la lucha por la autodeterminación nacional de las naciones oprimidas era parte sustancial de la lucha revolucionaria democrática y socialista. En el tercer tipo estaban los países semicoloniales y las colonias, donde los socialistas no sólo debían exigir «la inmediata liberación absoluta, sin rescate» de las colonias (derecho a la autodeterminación) sino apoyar con la mayor decisión el movimiento revolucionario e insurreccional contra las potencias opresoras. Sin duda, el caso español está mucho más cerca del segundo que del primero de estos tres tipos.

España, con el régimen absolutista europeo más precoz, creó en el siglo XVI, en torno a Castilla, el mayor imperio conocido hasta entonces, que no sólo se extendía por Europa sino que incluía las tierras del “Nuevo Mundo”, cuyo saqueo aportó un enorme flujo de oro y plata. Esta supuesta bendición de los metales preciosos americanos acabó provocando, sin embargo, la ruina de la economía castellana. Los rebaños de la Mesta destruían la agricultura para exportar lana a las manufacturas flamencas, que la reexportaban a su vez a Castilla en forma de productos textiles acabados, intercambiados por los metales del «Nuevo Mundo» y a costa de la desolación de las manufacturas castellanas.

El oro y la plata americanos permitieron también financiar dos siglos de guerras dinásticas y de religión, sin que la monarquía española se viera forzada a integrar en una administración y unas finanzas únicas al viejo Reino de Aragón (que incluía Cataluña), que mantuvo sus propias instituciones e impuestos. Fue sólo en 1714, tras la victoria borbónica en la Guerra de Sucesión, que Cataluña fue realmente incorporada al reino y que podemos hablar ya de un reino español unificado. La unificación se hacía, sin embargo, con gran retraso respecto a otras monarquías absolutas como la francesa y con una economía marcada por la ausencia de manufacturas, una agricultura pobre, grandes latifundios y un enorme peso nobiliario.

Un capitalismo tardío y débil

El desarrollo capitalista español vino marcado por este trasfondo histórico. El siglo XIX, que se inició con la Guerra de la Independencia contra la invasión napoleónica, fue una sucesión de revueltas, pronunciamientos militares y guerras civiles entre absolutistas (carlistas) y liberales. Fue precisamente la derrota del bando absolutista en la Primera Guerra Carlista (1833-1839) la que puso fin al absolutismo y al régimen señorial, eliminando las aduanas interiores, permitiendo comerciar libremente con la tierra y poniendo a la venta la de la Iglesia y la de los comunales de los pueblos. La Restauración monárquica de 1874, tras el fracaso de la Primera República (que apenas duró dos años y tuvo cuatro presidentes), refleja las enormes limitaciones de una revolución burguesa truncada, en la que la vieja aristocracia terrateniente, ahora aburguesada, se hizo con las riendas del Estado, ante la debilidad de la burguesía urbana e industrial.

El desarrollo industrial del país, entretanto, vino por la periferia: el País Vasco con la siderurgia, los barcos y los bancos y Cataluña con la industria textil. Este desarrollo topó con la política librecambista de los gobiernos de Madrid, favorable a los terratenientes cerealeros, mientras los industriales reclamaban medidas proteccionistas frente al extranjero.

El surgimiento de los movimientos nacionalistas

Cuando realmente surgieron los movimientos nacionalistas catalán y vasco fue tras la pérdida de Cuba y Filipinas (el «desastre de 1898»). Justo entonces, cuando las grandes potencias europeas estaban en plena expansión colonial y el capitalismo se convertía en imperialismo, España, la vieja gran potencia de la época mercantilista, perdía sus últimas colonias.

Hasta entonces los industriales catalanes, aunque no tenían poder político, disponían de un mercado colonial cautivo (Cuba) adonde exportar una parte importante de su producción. El «desastre de 1898» provocó un giro histórico en ellos. Conscientes de formar parte de un país colocado en el vagón de cola imperialista, ya no les quedaba más opción que la conquista del mercado interior español, aquejado de gravísimas limitaciones por el predominio terrateniente y para cuyo desarrollo se requería una radical transformación del Estado. El nacionalismo de la burguesía catalana, lejos de ser separatista, defendía «sustituir este Estado español que responde a una mentalidad arcaica, por otro Estado español que responda al sentido catalán» (así se dirigía en 1905 Prat de la Riba, uno de los principales dirigentes de la Lliga Regionalista, a los grandes industriales catalanes).

Una burguesía incapaz de ponerse al frente de la reivindicación nacional y democrática

El gran problema de la burguesía catalana era, sin embargo, que su propio fortalecimiento había creado un potente movimiento obrero. No estábamos ya en la época ascendente del capitalismo, en que la burguesía podía ponerse al frente del pueblo en lucha por la revolución democrática. Ahora, la lucha por la liberación nacional exigía una movilización social en la que el protagonismo último sólo podía recaer en la clase trabajadora. El problema era que la movilización revolucionaria de ésta ponía en cuestión el orden social capitalista. De ahí la incapacidad histórica de la burguesía catalana de ponerse al frente de la reivindicación nacional y su relación contradictoria con el Estado centralista español, de conflicto y de alianza, pues cada vez que sus intereses de clase fundamentales estaban en juego, no dudó en cerrar filas con los poderes centrales para reprimir a sangre y fuego al gran enemigo común, la clase trabajadora. Así fue en la Semana Trágica barcelonesa de 1909, en la crisis revolucionaria de 1917 o en la gran huelga de La Canadiense de 1919. No es casual que los grandes burgueses catalanes apoyaran la dictadura de Primo de Rivera en 1923 ni que, más tarde, se alinearan en bloque con Franco en la guerra civil.

La traición de la burguesía a la causa catalanista provocó su abandono por parte de las masas de la pequeña burguesía catalana que, radicalizada, pasó a apoyar masivamente a Esquerra Republicana, que logró una amplia mayoría electoral a partir de las elecciones de 1931, en las que llegó a proclamar -para echarse atrás enseguida- la «República catalana como Estado integrado en la Federación Ibérica».

Tras la derrota en la guerra civil, Franco impuso el terrorismo de Estado y desató una represión despiadada y sanguinaria que buscó no sólo destruir todo vestigio de organización obrera sino también las lenguas propias y toda expresión cultural catalana, vasca o gallega, e imponer «la lengua del imperio». En respuesta a esta opresión salvaje, el resurgir de la lucha antifranquista fundió las reivindicaciones obreras y las de las nacionalidades, en particular, el derecho a la autodeterminación.

La Transición no resolvió el problema nacional sino que lo aplazó

La Transición española de 1977-78 burló la voluntad de la clase trabajadora y de los pueblos del Estado español de acabar con la dictadura franquista por la vía revolucionaria, algo que estuvo a su alcance pero fue traicionado por la izquierda oficial (PCE y PSOE). Esta izquierda y los partidos nacionalistas burgueses de la periferia llegaron a un pacto con el franquismo que incluyó (además de la continuidad, sin depuración, de los grandes aparatos estatales franquistas) la renuncia al derecho de autodeterminación de vascos, catalanes y gallegos. Esta reivindicación central de la lucha antifranquista fue sustituida por la fórmula del «café para todos», que generalizaba un sistema de parlamentos autonómicos a todas las regiones españolas. El encaje general se completaba y culminaba en la incorporación a la UE y a la OTAN.

La Transición no era sólo una operación política sino parte de un proyecto global de renacimiento imperialista español, por supuesto, siempre como socio menor de los imperialismos centrales de la UE. Un proyecto cuya base era la centralización y el fortalecimiento de la oligarquía financiera española alrededor de los dos grandes bancos (Santander y BBVA), la privatización en su favor de las grandes empresas estatales de servicios y energía (Telefónica, Repsol, Endesa…) y el reforzamiento de las grandes constructoras al calor de los contratos del Estado, junto a la inversión de todos ellos en Latinoamérica. Hay que

remarcar también aquí la plena integración de la gran burguesía catalana y vasca (BBVA, La Caixa) en este núcleo duro del capital financiero español.

Este proyecto recibió un acelerón con la llegada del euro y la incorporación española a la moneda única europea, a partir del año 2000. Una masa de préstamos de la gran banca alemana y francesa financió, por intermediación de los bancos españoles, la gran burbuja inmobiliaria y sirvió también para las inversiones americanas. Era el «milagro español», que parecía no tener fin. Pero esos capitales no eran sino la contrapartida al déficit comercial español con los países centrales, en especial con Alemania (la gran beneficiaria del euro), y a una desindustrialización que afectó a sectores fundamentales (naval, siderurgia, electrodomésticos…).

El resurgir y la radicalización del movimiento nacionalista

Cuando finalmente estalló la crisis mundial en 2008, se combinó con la explosión de la enorme burbuja inmobiliaria acumulada y con una economía de segunda. La crisis pronto se convirtió, siguiendo a Grecia y Portugal, en una crisis de deuda y derivó en el saqueo y empobrecimiento generalizado del país en beneficio, ante todo, del capital financiero de los países centrales, en particular Alemania.

La espiral de las medidas de ajuste, a la que se ha añadido una ola de escándalos de corrupción que ha hecho metástasis en el régimen, ha provocado una fuerte radicalización generalizada de las capas medias, abocadas al empobrecimiento. Esta radicalización ha tomado un carácter masivamente independentista en las nacionalidades, particularmente en Cataluña (también en el País Vasco), acentuado por el desprecio del gobierno central a la voluntad catalana y los ataques a la lengua propia.

A esta radicalización se añade un profundo descontento de amplios sectores de la burguesía media catalana, que no se han beneficiado de las inversiones en Latinoamérica ni de los contratos del Estado y se ven, en cambio, perjudicados en el reparto de la carga de la crisis, sin acceso a los créditos bancarios y con un déficit fiscal con el Estado sin contrapartidas en inversiones e infraestructuras. Estos sectores, políticamente representados en la Generalitat de Artur Mas (y en parte en ERC), han levantado la bandera de un “Estado propio dentro de la UE”, que no es sino la ensoñación de una Cataluña convertida en una especie de región alemana con autonomía cultural, integrada en el núcleo central de la economía europea y desenganchada del capitalismo español en decadencia. En realidad, una independencia así sería la antítesis de cualquier soberanía nacional digna de tal nombre y la condena a una economía auxiliar y dependiente. Aunque, en verdad, una buena parte de estos sectores burgueses, si tuvieran una autonomía económica real (al estilo del concierto vasco) quedaría satisfecha con el vigente modelo escocés y con bastante menos.

La crisis ha hecho resurgir con gran fuerza el movimiento nacionalista en el Estado español y ha convertido la lucha por el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades, al igual que en los años 30 del siglo pasado, en algo vital. Esta reivindicación forma parte orgánica de la revolución española, que no podrá triunfar sin resolverla, desbaratando las políticas de división de los trabajadores emprendidas por el centralismo español y, recíprocamente, por la burguesía nacionalista. La lucha por la autodeterminación (o sea, por el derecho a la independencia) es la base democrática sobre la cual unir a la clase trabajadora de todo el Estado, forjar la alianza entre la clase obrera y las nacionalidades y la fraternidad entre los pueblos. Se integra de lleno en la batalla por acabar con el régimen surgido de la Transición y por levantar una Unión de repúblicas ibéricas en ruptura con el euro y la UE y comprometida en la lucha por una Europa socialista de los trabajadores y los pueblos.

(Este texto reproduce el artículo del mismo título publicado en el número 10 de la revista de la LIT-CI ‘Correo Internacional’ a finales de 2012. Se han incorporado algunos elementos de la actualidad. También forma parte del libro publicado recientemente por la editora Marxismo Vivo «La cuestión nacional hoy y el marxismo revolucionario«.)