Autora:

 Leila al-Shami      |       Traducción: Mariana Morena

Publicación original en inglés en el blog de la autora, el 12 de septiembre de 2018

El sábado se intensificaron los ataques aéreos del régimen y de los rusos sobre Idlib, en lo que parece ser el preludio de la campaña largamente esperada para recuperar el control de la provincia.

Solo un día antes, miles de hombres, mujeres y niños sirios tomaron las calles en más de 120 ciudades y pueblos en el resto de las áreas liberadas bajo el lema “la resistencia es nuestra elección”.

Se manifestaron por sus vidas. Idlib ahora alberga a tres millones de personas, un tercio de las cuales son niños. De la población actual, más de la mitad han sido desplazados o evacuados por la fuerza a la provincia desde otros lugares. Sus opciones para huir del asalto son limitadas. Las fronteras están cerradas y no quedan zonas seguras. No quieren ser desalojados por la fuerza de sus hogares. En las protestas, muchos portaban carteles que rechazaban los recientes llamados del enviado de la ONU Staffan de Mistura para evacuar a civiles a zonas controladas por el régimen, donde podrían desaparecer en cámaras de tortura o ser reclutados forzosamente, como antes les sucedió a otros. La ‘reconciliación’ en el contexto sirio significa un retorno al sometimiento, la humillación y la tiranía.

A través de pancartas y cánticos, el objetivo de las protestas fue claro: evitar un ataque del régimen y sus patrocinadores, mostrar al mundo que hay civiles en Idlib cuyas vidas están ahora amenazadas, y afirmar que continúan rechazando a Assad. “As-shaab yurid isqat al nizam” (el pueblo quiere la caída del régimen) sonó entre la multitud, recordando los primeros días del levantamiento.

No solo protestaron contra el fascismo interno, sino también contra los imperialismos extranjeros –los de Rusia e Irán- que respaldaron al dictador en su campaña para acabar con la oposición interna.

Sin embargo, una vez más, las llamadas de los manifestantes pacifistas sirios fueron en gran parte ignoradas por la “izquierda contra la guerra” occidental. En lugar de pedir que se ponga fin al bombardeo o apoyar a las víctimas de la guerra, muchos optaron por comprar la narrativa del régimen de la “Guerra contra el Terrorismo”, que dice que el objetivo del asalto es eliminar a los yihadistas militantes.

Tales ilusiones deberían haber sido destrozadas el sábado. El hospital Sham en la localidad de Has, en el sur de Idlib, fue blanco de bombas de barril y misiles, lo que lo dejó fuera de servicio. El hospital fue emplazado bajo tierra, en una cueva, en un intento en última instancia fútil de protegerlo del bombardeo aéreo. Según el Sindicato de Organizaciones de Asistencia Médica y Socorro, tres hospitales, dos Centros de Defensa Civil y un sistema de ambulancias fueron atacados los días 6 y 7 de septiembre en Idlib y el norte de Hama, dejando a miles sin acceso a atención médica.

Los grupos extremistas tienen presencia en Idlib –algunos fueron enviados por el propio régimen después de la evacuación de otros lugares. Hayaat Tahrir Al Sham (HTS), con antiguos vínculos con Al Qaeda, domina gran parte de la provincia con sus 10.000 combatientes. Sin embargo, lejos de ser un “bastión de Al Qaeda”, HTS no logró obtener el apoyo de gran parte de la población, que continuamente se ha resistido a la presencia del grupo y su ideología de línea dura. En las protestas del viernes pasado en la ciudad de Idlib, HTS disparó munición real para disolver la manifestación. La multitud rápidamente se volvió contra los militantes llamándolos shabiha (un insulto que una vez fue reservado para los matones del régimen) y gritando “Fuera Jolani” –en referencia al líder del grupo.

Muchos en la ‘izquierda’ afirman que en una población de tres millones de individuos no quedan ‘hombres buenos’ para apoyar. O creen que la presencia de unos pocos miles de extremistas es justificación suficiente para arrasar Idlib y castigar colectivamente a sus residentes.

La mayoría invisible de los sirios que no usan armas para ejercer el poder se descarta como irrelevante. Eligen ignorar a quienes se han resistido a todas las formas de autoritarismo y se han comprometido a crear un futuro mejor para sus familias, comunidades y la sociedad en general. Presentan un modelo binario grotescamente simplificado en el que la elección es entre Assad y Al Qaeda, como si el conflicto y la lucha social profundamente arraigada fuera un partido de fútbol entre dos partes. El lado que respaldan es un régimen fascista –porque al menos es ‘secular’– un régimen que gasea a los niños mientras duermen, que opera campos de la muerte en los que los disidentes son torturados hasta morir y que ha sido calificado por la ONU como un “crimen de exterminio”. Cualquiera que se resista a regresar al control del régimen se presenta como un enemigo y un objetivo legítimo de ataque.

Libertad, democracia, justicia social, dignidad: son objetivos a los que solo deberían aspirar los occidentales. El resto debería nada más que callarse y dejar hacer.

En esta visión mundial siniestra y racista, todos son o bien miembros de Al Qaeda o sus simpatizantes. El hecho de que haya mujeres en estas comunidades rurales conservadoras que no se visten como ellas (en Occidente) o que tienen que vencer valientemente numerosos obstáculos y amenazas a su seguridad para participar en la esfera pública (como lo hicieron en las protestas del viernes pasado), es presentado como evidencia de inclinaciones terroristas, justificación en sí misma para su aniquilación.

En lugar de solidarizarse con las valerosas mujeres de Idlib que resisten tanto al régimen como a otros grupos armados extremistas y luchan por superar costumbres sociales tradicionales y patriarcales profundamente arraigadas, prefirieron apoyar un estado que envió milicias para llevar a cabo campañas de violaciones masivas en comunidades disidentes, y que inserta ratas en las vaginas de mujeres detenidas.

La deshumanización de los sirios ha sido tan completa que muchos luchan por creer que, entre el caos y los señores de la guerra, puede haber en verdad seres humanos ordinarios dignos de apoyo –personas como ‘nosotros’.

Es difícil entender cómo las devastadoras campañas de bombardeos llevadas a cabo por el Estado sirio y Rusia en áreas residenciales densamente pobladas, que mataron a cientos de miles, pueden ser ignoradas por cualquiera que diga estar ‘contra la guerra’. Parece que las vidas sirias solo son significativas si son destruidas por las bombas occidentales.

El ‘antiimperialismo’ de hoy se usa a menudo como una pantalla en apoyo a regímenes totalitarios, por personas lo suficientemente privilegiadas como para no haber experimentado nunca lo que es vivir bajo ellos.

No contentos con ignorar los crímenes de guerra y otras atrocidades masivas, también se hacen intentos para absolver a los culpables y negar que hayan ocurrido atrocidades. Circulan teorías conspirativas, a menudo originadas en el Estado ruso o en los medios de extrema derecha, sobre ataques químicos de “falsa bandera”, para blanquear los crímenes del régimen y justificar el ataque contra civiles y trabajadores humanitarios. Siria se ha convertido en un punto de discusión para anotarse puntos políticos sin pensar dos veces en el peligro para la vida real en el que tales acusaciones falsas colocan al pueblo, o el profundo dolor y ofensa que causan a las víctimas.

En su reciente libro, Indefendible: Democracia, contrarrevolución y la retórica del antiimperialismo, Rohini Hensman pregunta: “¿Cómo llegó a usarse la retórica del antiimperialismo para apoyar las contrarrevoluciones contrarias a la democracia en todo el mundo?”. Argumenta que hay tres clases de ‘pseudo-antiimperialistas’. Los primeros son los que creen que “‘Occidente’ es el único opresor en todas las situaciones”, un “centrismo occidental que los hace ajenos al hecho de que los pueblos en otras partes del mundo también tienen representación, y que pueden ejercerla tanto para oprimir a los demás como para luchar contra la opresión”. La segunda categoría consiste en los ‘neo-estalinistas’ que “apoyarán cualquier régimen que sea apoyado por Rusia, no importa cuán derechista sea”. El tercero “está compuesto por tiranos e imperialistas, perpetradores de crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, genocidios y agresiones, que, apenas reciben un atisbo de crítica occidental, reclaman de inmediato que están siendo criticados porque son antiimperialistas”.

En apoyo de su argumento, Hensman ofrece una descripción detallada del verdadero antiimperialismo en oposición al ‘pseudo-antiimperialismo’ a través de estudios de los casos de Rusia y Ucrania, Bosnia y Kosovo, Irán, Irak y Siria. Ella muestra cómo autodenominados ‘izquierdistas’ apoyaron reiteradamente regímenes autoritarios contra las luchas democráticas de los pueblos, extendiendo la intolerancia antimusulmana, construyendo alianzas tácticas con fascistas, diseminando teorías conspirativas y propaganda del Kremlin/Estado, y participando en la negación del genocidio, la atrocidad y la culpabilización de las víctimas. Su libro es un recordatorio oportuno de que las narrativas propagadas sobre Siria, en las que la extrema izquierda hace eco de los puntos de discusión de la extrema derecha y coloca la geopolítica sobre las luchas y vidas de los pueblos, son emblemáticas de una enfermedad mucho más amplia.

Mientras las bombas caen sobre Idlib, pocos sirios esperan ver protestas masivas en todo el mundo en apoyo de su causa o en defensa de sus vidas. Aquellos que afirman una política de ‘internacionalismo’ los abandonaron y se retiraron al aislacionismo, o, peor aún, a la apología del fascismo. Sin abordar estos temas, la posibilidad de construir un movimiento internacional contra el autoritarismo, el imperialismo, la guerra y el capitalismo parece poco probable. Mientras tanto, podemos esperar que los horrores que llevaron al mundo a declarar “nunca más” volverán a suceder, una y otra vez.