Si en algo los recientes resultados electorales han cosechado una conclusión mayoritaria es que la Ley electoral no es democrática. En apenas uno pocos días fueron entregadas al Parlamento más de 500.000 firmas exigiendo su cambio.

Por Ángel Luis Parras

Al PP-PSOE hay diputados que obtienen un escaño con apenas 12.380 votos. Por otro lado, UP-IU con más de 923.000 votos obtienen dos diputados, es decir 461.500 votos por escaño.

El principio que rige en los regímenes democrático burgueses, “una persona un voto”, se quiebra. ¿Por qué, sin embargo, en las 10 legislaturas que hubo entre 1979 y 2011 nunca se propuso cambiar esa ley en más de 30 años de elecciones?

La “Transición” lo dejó “atado y bien atado”   

Toda la Transición, el paso del franquismo al actual régimen monárquico preservando las instituciones esenciales del mismo (el ejército, la Iglesia, la judicatura, el sucesor coronado) se hizo, como explica el jurista Javier Pérez Royo, estableciendo un entramado jurídico-político a partir de las Leyes Fundamentales del franquismo.

La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (1947) fue la primera de las llamadas Leyes Fundamentales del régimen franquista que establecía que “España, como unidad política (…) se declara constituida como Reino”. Eran los años donde Europa se veía sacudida por la guerra y en que las constituciones de los países estaban obligadas a resolver la naturaleza de cada nación y el régimen de la misma. El franquismo recuperaba con esta reforma la tradición histórica, España como unidad política no era una “nación”, independientemente del régimen, sino un Reino. La monarquía, como en toda la historia desde el siglo XV, con el periodo de excepción de la II República, precede al concepto de nación. Por eso, España y Monarquía son un binomio indisoluble. Es la expresión jurídica del desarrollo histórico. La burguesía, que nunca fue capaz de consumar su revolución, alcanzó su apogeo solo a partir del “arbitraje permanente” de un Rey o un militar y no fue capaz de lograr su “unidad nacional” más que en forma de Reino.

Una nueva reforma de las Leyes Fundamentales del Franquismo, en 1967, establece que “durante las ausencias del Jefe del estado o en caso de enfermedad, asumirá sus funciones el heredero de la Corona”. Así pues, “La restauración monárquica no se produce, pues, con la proclamación de Juan Carlos como rey tras la muerte del general Franco, sino que se había producido ya en los años cuarenta”. (Pérez Royo)

La restauración monárquica y la pervivencia de las instituciones del viejo régimen debía ser asegurado frente a la creciente protesta social, en especial de la clase obrera desde finales de los años 60. La “Transición” fue el operativo para asegurar la restauración monárquica, pero eso era inviable sin libertades democráticas elementales, sin poder elegir una nuevas Cortes Generales mediante el derecho de sufragio universal.

Pero en la medida que el nuevo régimen nacía de las instituciones y leyes del régimen instituido por los triunfadores de un golpe militar, había que garantizar que las instituciones esenciales del mismo, en especial la Monarquía, no pudieran ser modificadas de forma alguna.

La reforma política y la ley electoral

Pero el camino de la Transición estaba rodeado de dificultades. Acuciados por un ascenso de las luchas obreras, con especial auge en Madrid y País Vasco, donde se acabaron produciendo los asesinatos de los trabajadores de Vitoria, las tensiones internas en el régimen tras la muerte del dictador y la presión de EEUU y las potencias europeas que les reclamaban cambios para impedir una nueva revolución de los claveles a la portuguesa, el heredero está obligado a dar pasos firmes. Juan Carlos I resumía así la situación ante el entonces Ministro de Asuntos Exteriores José María de Areilza:

“Esto no puede seguir, so pena de perderlo todo”. La respuesta fue la designación de un valido real,  Adolfo Suarez, para dar los pasos que consumarán la Transición y buscar directamente el apoyo de quienes le podrían garantizar el control de una clase obrera a la ofensiva, PCE, PSOE, UGT y CCOO.

La Ley de la Reforma Política, impulsada por Adolfo Suarez, tenía que coronar el proceso de la transición. En medio de las conversaciones clandestinas con la oposición y de una tímida Amnistía, las viejas Cortes franquistas instauradas por la Dictadura votan solemnemente el 18 de Noviembre de 1976 su autodisolución y aprueban la Ley de Reforma Política. Como señalara Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de la Falange, el proyecto reformador “consiste en crear una nueva Constitución partiendo de la legalidad vigente”.

Sin libertades democráticas, sin derecho a partidos, manifestación o huelga, sin derecho a sufragio universal, en medio de la represión y el asesinato de los luchadores obreros y de la juventud, la Ley es sometida a Referéndum el 15 de Diciembre de 1976. Como no podía ser de otra manera el apoyo a la Reforma Política fue “masivo”.

Al amparo de la Reforma Política aprobada, la Ley de Partidos de 18 de marzo de 1977 establece las “Normas Electorales” de la cual saldrían las primeras elecciones generales en julio de 1977 y de cuyos resultados nacería el sistema de Partidos que harían la nueva Constitución, las mismas normas que se han mantenido hasta la fecha.

Para los defensores de la legalidad y la Constitución, no está de más recordarles que la Ley de Partidos, las normas electorales por las que fueron electos y cuya representatividad les “legitimó” para hacer la nueva Constitución, son todas leyes nacidas de la legalidad franquista y como tales “preconstitucionales”.

Las claves de la ley electoral

El problema a resolver en la Transición era cómo establecer el límite del ejercicio del derecho a sufragio universal del que saldrían las nuevas Cortes y la nueva Constitución. Se trataba de garantizar que fuera cual fuera el resultado, tanto de esas elecciones como en las futuras, la Monarquía no se viera cuestionada.

La Ley electoral nacía viciada de origen. El mecanismo elegido fue doble. De un lado se establecieron circunscripciones provinciales, con un número mínimo de diputados por circunscripción y solo a partir de este mínimo establecían la relación entre el número de electores y el número de diputados a elegir. De esta manera se garantizaba que el voto de las zonas donde el franquismo tenía su base social, las zonas rurales de predominio del campesinado rico, de la pequeña burguesía y las llamadas clases medias que florecieron al amparo del franquismo, tuviera un valor mayor que el de las zonas de predomino de la clase obrera, las grandes concentraciones industriales.

Las Provincias de Castilla, Extremadura o los enclaves de Ceuta y Melilla, entre otras, veían asegurados un número fijo de diputados pese al tamaño de sus poblaciones.

El Senado, que desapareció tan solo en 1931, elige 4 senadores por provincia, independientemente de su tamaño. Madrid o Barcelona disponen de 4 senadores y Ceuta y Melilla 2 cada una. En su primera elección, la que garantizaba el Senado que debía abrir paso a la nueva Constitución, la Ley incluía el derecho del Rey a designar Senadores, 41 de los 204 fueron electos por el dedo real.

El otro mecanismo de las elecciones es la Ley D’Hont, dirigida a facilitar la supremacía de pocos partidos, niega la proporcionalidad y deja fuera todos los votos de las opciones que no superen el 3%.

Así pues, existe un nexo entre el régimen monárquico, el blindaje de la constitución para impedir su reforma y la ley electoral. Tocar la Ley electoral es tarea imposible sin acabar poniendo en riesgo el régimen monárquico mismo. Es el producto de la negación de la ruptura democrática con el viejo régimen.

El cambio necesario de la Ley electoral es indisoluble de la apertura de un proceso constituyente, negado hasta la fecha. Prometer “acatar la constitución para reformarla”, como hemos escuchado de varios de los diputados de Podemos estos días, o hablar de cambiar la Ley electoral, mientras se rinde pleitesía al Rey, aunque se le llame “ciudadano Felipe”, es negar la premisa mayor. Solo unas elecciones a Cortes constituyentes, basada en el principio de igualdad del voto, donde los diputados/as electos garanticen una nueva Constitución, en la que los derechos como el trabajo, el pan, la vivienda, la sanidad y educación o el derecho a decidir, sean para ejercerlos, puede representar un verdadero cambio. Pero a eso se le llama RUPTURA Y NO REFORMA.