Publicamos la introducción del libro «La revolución y la guerra de España», de los historiadores Pierre Broué y Emile Témine, publicado en 1961 en Francia.

Teníamos diez años en 1936. Para nosotros, la guerra de España fue primero una sacudida, el espectáculo de millares de hombres, de mujeres y de niños demacrados, a menudo con la ropa hecha girones, hambrientos: los refugiados españoles.

Por Pierre Broué y Emile Témine

A través de lo que decían los adultos, nos llegaban palabras alarmantes, cargadas de angustia: Hitler, los bombardeos, la quinta columna, la guerra… Así también, la guerra en sí misma no fue para nosotros una sorpresa: si no comprendido, sí por lo menos habíamos sentido que, lisa y llanamente, esta muchedumbre española la había vívido antes que nosotros.

Más tarde, camaradas españoles para quien es el combate no había terminado jamás nos contaron el final de su esperanza: Franco sobrevivía al hundimiento de las dictaduras. El azar de las mutaciones universitarias hizo que nos encontráramos en el Liceo Condorcet, atraídos ambos, desde hacía años, por la guerra de España, en la que uno veía el prefacio olvidado, deformado, de la Segunda Guerra Mundial, y el otro una revolución obrera y campesina desfigurada, traicionada, estrangulada.

Sólo estábamos de acuerdo en la necesidad de trabajar, y precisamente por esta razón emprendimos la tarea, mientras era tiempo todavía de oír a los supervivientes, testigos o actores, de escribir una historia de la Revolución y de la guerra de España de 1936 a 1939. Hemos querido, contra la ignorancia, el olvido, la falsificación, volver a dar a esta lucha el rostro más verídico posible, desprenderla de la leyenda que, precozmente, la ha sepultado.

Tenemos conciencia hoy en día de que este objetivo, una vez alcanzado, no es sino un primer paso hacia la redacción de una Historia más completa que requeriría miles y miles de testimonios, y, sobre todo, de documentos de los archivos, todavía inaccesibles, ya sea en España misma, en Francia, en Inglaterra, en la U.R.S.S. o en el Vaticano. Que no se espere encontrar en nuestra obra más de lo que quisimos o pudimos incluir en ella. Los lectores a quienes, según esperamos, les habremos despertado el gusto por España, deberán buscar en otras partes, en los hispanistas, la respuesta a las preguntas que se plantearán al comenzar a leernos.

Los convidamos a que busquen en las obras de geografía una minuciosa descripción de este país, que es un mundo aparte, tan africano como europeo. «España», dice Joan Maragall, está «lejos del mundo como un planeta aparte. Y sus pueblos, que están en el mundo, parecen olvidados». Se enterarán de que España es «un manto repulgado de puntillas» que abarca, 506.000 kilómetros cuadrados, que su población asciende casi a 30.000.000 de habitantes, que «vive difícilmente», que «su producción no puede bastar más que para un pueblo muy sobrio», que «carece de capitales y de medios de transporte».

Si dirigen hacía los libros de historia sus investigaciones, se enterarán de que los Antiguos situaban en España a los Campos Elíseos y que Estrabón, el primer geógrafo, hacía de Andalucía la «morada de los Elegidos», que la España musulmana, por sus técnicas agrícolas y artesanales, sus conocimientos científicos y filosóficos, iba a la vanguardia de la civilización de la Edad Media. Descubrirán también que los estragos de la reconquista, esa primera prueba de fuerza entre un mundo musulmán próspero, pero sin aliento, y un Occidente cristiano bárbaro, pero desbordante de vida, no le impidió a España convertirse en dueña del Viejo y del Nuevo mundo: el siglo de Luis XIV, en todos los libros, viene después del de la «preponderancia española».

Pero se enterarán también de que la España del Siglo de Oro, como ha dicho Gastón Roupnel, es a la vez «fuente de orgullo y valle de miseria, según que se piense en sus poderosos o en sus masas, en su Corte o en los grandes territorios dolorosos que se extienden desde una frontera hasta la otra». Quizá, entonces, penetrarán más fácilmente en esta España de la que Dominique Aubíer y Manuel Tuñón de Lara nos dicen que «retrocede cuando nos acercamos a ella». Con ellos, podrán recorrer los difíciles itinerarios hacía «la unidad subterránea que forma el esqueleto interior del español, ya sea charlatán y andaluz, severo y castellano, astuto como un gallego, interesado como un catalán o trabajador como un vasco». Recorriéndolos, se enterarán de las palabras cuya comprensión es esencial para entender a la realidad española: tierra, la tierra «que da la vida, pero no la mantiene»; hambre, que se traduce por el francés «faim» pero que «es a nuestra hambre lo que una rabieta es a la cólera»; castizo, mediocremente traducido por «de buena raza», siendo que afirma cotidianamente una sed de dignidad que proclama toda la historia de los pueblos de España.

Quizá se percatarán también de aquello que, sobre todas las cosas, escapa a la descripción y a la explicación, a saber, el lugar que ocupa la muerte en la vida del español, cuya importancia quizá le haya sugerido ya la pasión por los toros. Deberán ahondar mucho más todavía en su indagación, para penetrar en esa profunda espiritualidad que hace que se den codo con codo la fe más fanática y el más violento anticlericalismo. Tendrán que aprehender el sentido de la tierra de la Inquisición, la del auto de fe, en la que al acto de quemar a un hombre -moro mal convertido, judío bautizado inclusive, protestante secreto o espíritu esclarecido- se le llamaba «acto de fe». Deberán demorarse largamente en la contemplación de Goya y de sus dibujos del Dos de Mayo, y habrán de meditar sobre la violencia y la muerte de esos hombres de manos desnudas, frente a los fusiles de los pelotones de ejecución, o los sables de los mamelucos.

No olvidarán el levantamiento contra Napoleón de este pueblo, al que llamaban «los pordioseros», y observarán que mientras los Grandes doblaban la espina ante el conquistador, los campesinos, en sus asambleas de aldea, declaraban la guerra a la Grande Armée y creaban la palabra guerrilla. Concederán algunos instantes al sitio de Zaragoza, capturada por los franceses, en 52 días, casa por casa, piso por piso; y a sus 60.000 víctimas, sin exceptuar a las mujeres y a los niños, puesto que también ellos eran combatientes.

Oirán decir al mariscal Lannes: «¡Qué guerra! !Verse obligado a matar a gente tan valiente, aunque estén locos!» Pues estos «locos» se batían con sus puños y con sus dientes. Encontrarán de nuevo esta violencia en las guerras carlístas, en todas las luchas civiles del siglo XIX, en la represión realista que repugnará inclusive a los «ultras» franceses que habían acudido en nombre de la Santa Alianza a aplastar la Revolución española -la primera-, a los levantamientos campesinos, en las huelgas y la represión, en la tortura y en las «hazañas» de la guardia civil inmortalizadas por el Romancero de Federico García Lorca.

Al descubrir esta España descubrirán miles de Españas. Se enterarán de que la misma palabra castellana, pueblo, designa a los habitantes y a la aldea, que esta última es una patria pequeña, la patria chica de Brenan, que vive con una vida propia y casi autónoma. Entenderán mejor, entonces, por ejemplo en los trabajos de Rama, la difícil construcción de un Estado por encima de una nación inconclusa, y la vanidad y el carácter artificial de la tentativa «liberal» en un país en el que reinan todavía señoritos y caciques. Pues los caciques, esos déspotas locales, no son solamente los intendentes tradicionales de los grandes dominios, que utilizan el poder delegado en ellos para saciar su apetito de poder y aplastar con sus arbitrariedades y sus desprecios a aquellos a quienes emplean y mandan.

El «caciquismo» ha penetrado en toda la vida social y política; la administración, los partidos y, en cierta medida, los sindicatos, hasta tal punto es verdad que este vicio de una sociedad medieval puede ser todavía secretado por la España del siglo XX. Entonces, sin duda, nuestros lectores comprenderán mejor algunos caracteres propiamente españoles de esta revolución y de esta guerra, la arrogancia de los señores, seguros de encarnar a una raza superior, el desprecio de la muerte y el encarnizamiento en la lucha de todos los combatientes, su particularismo y su apego a la ciudad, a la aldea, al terruño -lo que se llamará «individualismo», «indisciplina», «tendencias anarquistas»-, la violencia de los fanatismos, el odio, el desprecio que cimenta las jerarquías sociales, pero también la constante afirmación de la dignidad, el lugar ocupado, en la guerra, por la idea que cada uno de los adversarios se hace del hombre -hombre, que es interjección y afirmación-, ya sea que quieran exaltarlo y «liberarlo», o por el contrario, extinguirlo y destruirlo por la humillación concebida como un sistema.

Las investigaciones preliminares en torno de nuestro tema nos sugirieron varios itinerarios «hispanizantes». Una camarada española, antigua deportada a Alemania, nos proponía describir, después de un estudio científico, lo que ella misma había entrevisto en su vida y en las historias de los desaparecidos, el largo camino de esos grupos campesinos, desde su pueblo hasta el frente, en armas, desde el frente hasta Francia, desarmados, en los campos de concentración y luego, reunidos otra vez, en los campos de la muerte.

No es dudoso que esa habría de ser una manera perfectamente española de escribir la historia de la Revolución y de la guerra de España, que nos habría conducido más cerca de la realidad secreta, del alma colectiva del pueblo durante esos años terribles, y más cerca también de la comprensión de lo que fue este drama para los millones de individuos que forman las «masas». Sin embargo, no es el camino «hispanizante» el que hemos elegido. En primer lugar, porque no somos, verdaderos hispanistas. Luego, porque las preocupaciones que nos han ligado a este trabajo rebasan con mucho el marco de lo puramente español. No hemos tratado de comprenderlo todo, y menos de, explicarlo todo, ni a Boabdil, ni a Avicena, ni a don Quijote, ni a Torquemada, ni a un Ignacio de Loyola. Hemos querido atenernos a los datos más simples, quizá, pero universales. España es España, cierto es, pero es también uno de esos países que antes llamaban «atrasados» y que hoy en día, hipócritamente, se han rebautizado con el nombre de «subdesarrollados».

Todas las pruebas que emplea el economista moderno para descubrir en los países los caracteres del «subdesarrollo» sitúan a la España de 1960, como a la de 1930, en el grupo de las naciones más numerosas y más pobres, aquellas respecto de las cuales no se puede afirmar seriamente que su miseria carezca de relación con la opulencia de las otras.

A pesar de la incertidumbre de las estadísticas españolas, es evidente que España apenas si llega al mínimo de 2.500 calorías por día y por habitante, por término medio, por debajo del cual comienza la sub-alimentación. La mortalidad infantil sigue siendo elevada. La esperanza de vida, al cumplir un año, es de 55 años, muchos más que en la India, cierto es, pero mucho menos que en Occidente. La natalidad sigue siendo elevada. El número de analfabetos es todavía considerable. La proporción de la «población activa» no rebasa el 37%, y en su mayoría son agricultores.

La situación de inferioridad de las mujeres está subrayada por el hecho de que sólo el 9.4% de ellas puede clasificarse entre la «población activa». El trabajo de los niños sigue siendo una norma. Las clases medias son numéricamente débiles. El ingreso nacional medio equivale a la mitad del de los franceses y se observan desproporciones mucho más considerables en la escala social. Según el profesor Birot, Madrid cuenta hoy en día con 300.000 criadas, para 1.800.000 habitantes. Como en los demás países atrasados del mundo, las riquezas mineras y el desarrollo industrial en España están en manos de capitalistas extranjeros, salvo en algunos sectores secundarios.

Los grandes propietarios de tierras y los burgueses de los negocios constituyen una minúscula oligarquía, por entero orientada hacia la defensa de sus privilegios. La Iglesia no parece concebir otra misión que la que le asignó el poco religioso Napoleón I, la de hacer que se admita «la desigualdad de las fortunas» y aceptar «que un hombre se muera de hambre al lado de otro hombre ahíto». La enseñanza de la historia, en la España de 1960, como hace cien, treinta o veinte años, consagra cien páginas a la Contrarreforma y una sola -¡hay que verla!- a la Revolución francesa. En suma, la revolución y la guerra civil no han sido más que un entreacto, sangriento y violento. Simplemente, han provocado un «gran miedo» y han hecho más duro el régimen de la clase dominante.

La dictadura de Primo de Rivera, que se ejerció (a la sombra de la monarquía española) hasta 1931, cuando la proclamación de la República, ha sido sustituida por una dictadura más absoluta. La experiencia republicana no ha convencido a nadie, y el débil Estado, que no logró reformar a España y ni siquiera organizarse seriamente, fue la primera víctima de los acontecimientos de 1936. La victoria de los militares le ha quitado toda oportunidad de resucitar en lo inmediato. En el Estado autoritario, el ejército dicta su ley, y nunca se exagerará el grave peso que, en estas sociedades esencialmente inestables, representan ejércitos que no sirven más que para la Guerra civil y para el mantenimiento de un determinado «orden».

Tampoco es, en el siglo XX, un rasgo propio de España la existencia de una masa de campesinos sin tierra y de campesinos pobres, que subsisten en el límite del hambre y que se lanzan tanto más fácilmente a la lucha cuanto que no tienen nada que perder y sí todo por ganar, y tampoco lo es la existencia de una clase obrera ligada estrechamente todavía al campesinado, constituida sobre todo por peones y obreros no calificados, en la cual prácticamente no existe una «aristocracia obrera» capaz de moderar los ímpetus combativos de esta masa ruda, pero capaz de sacrificios.

No es solamente en España donde estos obreros y estos campesinos se han convertido en las tropas de choque de la revolución que la burguesía se ha negado a realizer por temor al mañana: el Tercer Estado del siglo XX, aún bautizado con el nombre de «Frente Popular», se derrumba rápidamente, por doquier, ante la embestida del «Cuarto Estado» de los obreros y de los campesinos pobres que luchan por cuenta propia.

España tampoco es el único país que ha manifestado patentemente la tendencia popular a la democracia directa. La misma voluntad de ejercicio del poder por el pueblo en armas se encuentra ya en los sans-culottes parisienses del año II.[3] A quienes hablan de «la España eterna» ante las milicias de la República con sus jefes obreros elegidos y sus títulos rimbombantes, hay que recordarles a la Comuna de París y sus Federados, sus oficiales-militantes elegidos, sus «Turcos de la Comuna» sus «Vengadores de Flourens», sus «Lascars». Pues no solamente en España y en Cuba es romántica la revolución. ¿Hay que recordar que fue Rusia la que vio surgir, en 1905, a los primeros «consejos» -en los que, como en España, partidos y sindicatos, presentes por derecho propio, tenían representaciones iguales- y que la palabra, en ruso, se traduce por soviets?

¿Más cerca de nosotros todavía, hay que evocar el papel desempeñado en 1956 por los «Comités revolucionarios», los «Consejos obreros» y el «Consejo obrero central», durante la revolución húngara? Además, la revolución y la guerra de España distan mucho de haber sido un asunto puramente español. De cerca o de lejos, todos los gobiernos participaron en ella, y la intervención y la no-intervención se explican por intereses inmediatos, por preocupaciones estratégicas y diplomáticas, pero también por intereses generales, de esos que llamamos «históricos». Tal como ayer los asuntos del Vietnam o de Corea, y hoy los de Cuba, los del Congo o de otras partes, los asuntos de España no podían arreglarse en el interior de sus fronteras. Estas luchas civiles conciernen, finalmente, a todas las potencias y a todos los pueblos, pues no son más que el aspecto particular, dentro de un marco geográfico preciso, de la crisis que estremece a la humanidad en el siglo de las guerras mundiales.

Jean Jaurés, que fue también un historiador, confiesa que, durante la Revolución, se habría sentado de buen grado al lado de Robespierre. Sigámoslo por el camino de la franqueza. El historiador perfectamente objetivo no ha nacido todavía y el que cree serlo se miente a sí mismo, como miente a los demás. Todas las precauciones de que se rodean la investigación y la crítica científicas no suprimen, en definitiva, ni nuestros sentimientos, ni nuestros reflejos personales. ¿Por qué ocultarlo? La elección misma del tema revela nuestras tendencias profundas. También nosotros, habiendo «vivido» nuestro tema, hemos propendido a tomar partido: estando, en espíritu, del mismo lado de las trincheras, sin embargo, nos apartábamos espontáneamente, uno de nosotros de acuerdo más bien con los republicanos avanzados y los socialistas moderados, preocupado como está por la organización y la eficiencia, por la relación de fuerzas en escala mundial, y el otro con los comunistas disidentes o los sindicalistas revolucionarios porque piensa, como Saint-Just, que «quienes hacen revoluciones a medias no hacen más que cavarse una tumba». La división del trabajo entre nosotros ofrece la prueba de lo que decimos.

La revolución propiamente dicha es el tema de una primera parte redactada por Píerré Broué, mientras que Émile Témime se ha consagrado a la guerra misma, a sus aspectos internacionales, así como al nacimiento del Estado nacional-sindicalista. Sin embargo, que nadie piense que nuestro libro es el resultado de una yuxtaposición de dos exposiciones que versan sobre temas colindantes. Hemos querido que estas dos partes sean distintas para subrayar dos de los puntos de vista -que son los más importantes a muestro juicio- desde los que se puede abordar el estudio de nuestro tema.

El inconveniente mayor de este método es que da ocasión a inevitables repeticiones que, en la medida de lo posible, hemos procurado aligerar.[4] Y la ventaja es que esta doble iluminación puede arrojar sobre los acontecimientos una luz más indiscreta, y aclarar la complejidad sin recargar a la exposición con observaciones y vueltas atrás. Durante los tres años de nuestra colaboración hemos confrontado cotidianamente nuestros puntos de vista, intercambiando notas y fichas, criticando nuestros documentos y nuestras interpretaciones, obligando «al otro» a nuevas búsquedas, y, en la fase final, a redacciones sucesivas y enriquecedoras. Que no se nos enjuicie con rigor sí, siendo nosotros mismos nuestros primeros lectores, creemos estar en el derecho de afirmar que esta colaboración crítica, estas críticas a veces vivas, aunque siempre amistosas, son la prueba de la convicción y de la seriedad con que hemos realizado nuestra tarea común. Creemos haber dejado «establecido el punto» en la medida, por lo menos, en que es posible con las fuentes impresas solamente, enormes ya, que estuvieron a nuestra disposición.

Cualquiera que sea su origen, hemos tratado de juzgarlas como historiadores y de eliminar toda toma de partido, exponiendo honradamente los hechos y no haciendo sobre ellos más que un mínimo de juicios; de tal manera, hemos creído dejar a cada uno la oportunidad de cargar el acento sobre tal o cual aspecto que, a su juicio, sea primordial.

Por eso nos sentiremos dichosos al recibir objeciones, críticas, nuevos testimonios, todo aquello que, a través de nuestro trabajo, y gracias a él, pueda contribuir al conocimiento de la verdad que, a nuestros ojos, no puede ser el fruto más que de una investigación constante. Nos resta -y no es el menor de nuestros deberes- dar las gracias a todos aquellos sin los cuales esta obra no se hubiese podido realizar, a Jerome Lindon, director de las Editions de Minuit, a nuestros amigos de Arguments, Edgard Morro y Kostas Axelos, que nos lo presentaron, y, sobre todo, a los que son nuestros coautores, todos los testigos, españoles o no, políticos, escritores y obreros, de Europa y América, demasiado numerosos para ser citados, que nos respondieron, que hurgaron en sus memorias y en sus archivos, consagraron horas a nuestros cuestionarlos, buscando documentos inéditos y testimonios desaparecidos.

Su única preocupación, a despecho de la diversidad de sus horizontes políticos, ha sido el de ayudarnos en nuestra búsqueda de la verdad. Damos gracias especiales al señor Jordi Arquer que puso a nuestra disposición su biblioteca y su documentación, únicas al respecto, y que nos ha ayudado con sus consejos. Por último, Jean-Jacques Marie nos tradujo documentos en lengua rusa.

Notas:

[1] Geographie de 4ème, Curso Varon (A. Colin).

[2] Espagne, en la colección Petit Planete

[3] Albert Soboul: Les sans-culottes parisiens en l’an II (Tesis).

[4] Para colocar a cada acontecimiento en su marco cronológico se ruega al lector consultar el cuadro sinóptico inserto al final de la obra.

Texto completo disponible en: http://www.marxistarkiv.se/espanol/clasicos/broue/broue-temime-revolucion_de_espana.pdf