2017 ha sido un año especialmente seco, el segundo con menos lluvia desde 1981. Los embalses están al 38% de su capacidad, cuando de media en la última década en ésta época han estado al 55,5%. Esta realidad impacta sobre la agricultura y la naturaleza, e incluso hace peligrar el abastecimiento urbano si continúa la sequía.

Jaime Haddad, subsecretario de estado que se ocupa entre otros temas de agricultura y medio ambiente, llamaba “zonas cero” a ciertas zonas de Castilla y León dónde las pérdidas agrarias han sido del 100%. Especialmente, son los pequeños agricultores y ganaderos quienes sufren más la situación, al tener menos recursos económicos para aguantar la situación sin caer en la ruina. Ecológicamente también se sufre el impacto de la sequía. Incendios como el de Doñana o los de Galicia hablan por sí mismos. El abandono de la actividad agrícola y ganadera también provoca la degradación del suelo, en un país amenazado al 75% de su territorio por la desertificación.

El futuro no es halagüeño. La tendencia marcada por el cambio climático nos lleva a pensar que la situación se irá agravando progresivamente. Habrá más periodos más calientes y más largos, cada vez más repetitivos, con menos precipitaciones. Y por resultado, mayor sequía y más severas.

El transfondo social de la sequía.

Pero siendo España el país con más embalses per cápita del mundo, ¿cómo podemos encontrarnos en esta situación con tan sólo un año de bajas precipitaciones? La respuesta no la encontramos sólo en el régimen de lluvias, sino también en la política económica e hidrológica.

La agricultura consume el 84,3% del agua, según cifras de INE. Especialmente, la agricultura de regadío es la que más consume, y los últimos 50 años se incrementó este tipo de explotación en más de dos millones de hectáreas. Sólo entre 2011 y 2016 hubo +8,6% de regadío según la Plataforma Tecnológica de Agricultura Sostenible.

La causa de fondo de este aumento es que la agricultura de regadío es la más rentable económicamente, sustentada también en una mano de obra inmigrante súper explotada, como encontramos en los invernaderos de El Ejido (Almería). Es decir, el agua como recurso natural es expoliada por empresarios (con el beneplácito de la administración pública) para su propio beneficio, aunque por el camino se arruinen pequeños agricultores y ganaderos, se desertifique el territorio y se explote a los jornaleros.

Otro de los aspectos que contribuyen al actual estrés hídrico es la urbanización descontrolada y el turismo masivo (82 millones de visitantes el último año, casi el de doble que población autóctona). Un modelo económico irracional (pero muy beneficioso para sus dueños), que construye por especulación inmobiliaria y que bajo mando de la UE destruye cualquier tipo de economía productiva para convertirnos en una tierra de sol y playa (cuando no de borrachera), contribuye a despilfarrar agua a la velocidad del rayo.

Hace falta una economía planificada para la sostenibilidad social y ambiental.

Revertir esta situación empieza porque las políticas públicas estén guiadas por la sostenibilidad ambiental y social, y no por el lucro privado. La base de la política agrícola y ganadera debería estar en prácticas ecológicas, adaptadas sosteniblemente a la realidad natural del medio. Es decir, adaptadas al agua disponible. Que promocione la pequeña explotación y el comercio local frente a la oligarquía de las multinacionales, caracterizada por el monocultivo, el regadío de intensidad y los circuitos comerciales internacionales. En una perspectiva más global, combatir el cambio climático para reducir la reducción progresiva de lluvias y aumento de temperaturas.

De inmediato habría que paralizar (y reducir) la extensión del regadío y el territorio urbanizado, poner límites al turismo masivo, cerrar pozos ilegales, apostando por invertir más en depuración de aguas en población y empresas y priorizando la energía eólica o solar frente a la hidroeléctrica.