De la Dictadura Franquista a la Restauración Monárquica. Historia de una lucha y de una traición. El pasado 2008, en plena crisis económica, los defensores del régimen monárquico han celebrado sin pena ni gloria el 30 aniversario de la Constitución que selló el pacto de la Transición. Cuando hablamos de la Transición nos estamos refiriendo a esa etapa de la historia reciente en la que el sangriento régimen totalitario franquista, surgido de la Guerra Civil con la misión de destruir cualquier vestigio del movimiento obrero organizado y toda expresión nacionalista, se “transformó” en el régimen actual. El inicio de la Transición se suele establecer en noviembre de 1975, fecha de la muerte de Franco, aunque, en un sentido amplio, la Transición comienza tras las protestas contra el Consejo de Guerra de Burgos de diciembre de 1970, que dieron paso a una crisis abierta del régimen franquista. Podemos también decir que la Transición se cierra, con el triunfo electoral del PSOE en octubre de 1982, que lo convierte en gestor directo del nuevo régimen, en alternancia con los herederos políticos del franquismo.

Por Felipe Alegría y Teo Navarro (Septiembre de 2008)

Con escasas y honrosas excepciones, la Transición española es presentada como una exitosa empresa que permitió a la sociedad española convertirse en una moderna democracia europea, como resultado del compromiso democrático del rey, de la habilidad de Adolfo Suárez al frente de los políticos aperturistas del franquismo y de la actitud responsable de los dirigentes de la izquierda, especialmente Santiago Carrillo y Felipe González.

Sin embargo, 30 años después, una nueva y aún incipiente generación de jóvenes que no vivió la Transición y no se siente comprometida por aquellos pactos, ha comenzado a levantar la reivindicación republicana para expresar su rechazo a un régimen al que “le llaman democracia y no lo es” y en el que no caben sus aspiraciones políticas y sociales ni el derecho de los pueblos a la autodeterminación.

Frente a la versión oficial, hecha a la medida de los intereses de la clase dominante y de la izquierda institucional, convertida en parte consustancial del nuevo régimen, es necesario rescatar la verdad histórica y desenmascarar la enorme estafa que supuso la Transición para las aspiraciones del movimiento obrero y popular, de la juventud y de las nacionalidades. Este rescate es del todo necesario para recuperar el hilo histórico de la lucha revolucionaria y dar una base de apoyo sólida a la la batalla para acabar con el régimen monárquico y abrir el camino para la transformación socialista.

Tal como sucede con la revolución española de los años 30, la versión oficial de la Transición, pretende silenciar el papel transcendental de la clase obrera, cuya movilización adquirió una masividad y una combatividad extraordinarias, a la cabeza de todos los oprimidos y en alianza con un poderoso movimiento de las nacionalidades, especialmente en el País Vasco. En realidad, a partir de la revolución portuguesa de 1974 y, en particular desde la muerte de Franco en noviembre de 1975, el país vivió una situación prerrevolucionaria que duraría hasta las elecciones de junio de 1977 y cuyo desarrollo amenazaba con barrer un orden político y social que se tambaleaba tras la muerte del dictador y con abrir paso a un torrente revolucionario aún más poderoso que el que se había desatado en Portugal tras el derrocamiento de la dictadura salazarista. A desarticular este movimiento dedicaron todas sus energías las direcciones políticas y sindicales del movimiento obrero: el PSOE y UGT por un lado y por otro el PCE y Comisiones Obreras, con especial responsabilidad estos últimos, en aquel entonces claramente predominantes entre los trabajadores.

Tras el desencadenamiento de la revolución portuguesa, el imperialismo americano y europeo, la gran burguesía española y la mayoría de las fuerzas franquistas ya no tenían duda de que debían reformar el régimen si querían asegurar la continuidad del dominio del capital: “Algo debe cambiar para que todo siga igual”. Los historiadores oficiales hablan de la destreza política del rey, de Adolfo Suárez y de los jerifaltes franquistas “aperturistas”, dedicados en cuerpo y alma a salvar sus privilegios y los de su clase en una situación extremadamente crítica. No seremos nosotros quienes neguemos habilidad a estos personajes sin escrúpulos, pero no hay duda de que que las cosas hubieran resultado muy distintas si la dirección del movimiento obrero hubiera estado en otras manos que las de los Carrillo y González, que utilizaron el enorme caudal de confianza que los trabajadores y la juventud depositaron en ellos para traicionarlos sin ningún miramiento.

El rey elegido por Franco y los jerarcas franquistas no cambiaron los “Principios Fundamentales del Movimiento” hasta que no obtuvieron garantías de los jefes del PCE y el PSOE. El PCE fue legalizado cuando Santiago Carrillo se comprometió ante Adolfo Suárez a aceptar la monarquía restaurada por Franco, la bandera rojigualda con la que los fascistas ganaron la guerra y la unidad indisoluble de España. Carrillo y González se comprometieron a no cuestionar la continuidad de los principales aparatos de Estado y a que a nadie pidiera cuentas por los crímenes del pasado, muchos bien recientes, ni por el expolio y el robo que habían cometido masivamente. Las direcciones nacionalistas burguesas vasca y catalana también se prestaron al juego, al renunciar al derecho a la autodeterminación a cambio de administrar su “autonomía”. La propia Constitución comenzó a elaborarse tras la garantía de contención laboral dada por CCOO y UGT en los Pactos de la Moncloa. A cambio de aceptar la negación del derecho de autodeterminación y de no poner en en cuestión la pervivencia del ejército del 18 de julio, de los jueces franquistas, de la guardia civil y la policía torturadoras, de mantener la preeminencia de los entonces siete grandes bancos y los privilegios de la jerarquía católica, el aparato franquista concedía a la llamada oposición democrática un lugar al sol en el nuevo Parlamento, las nuevas Autonomías y los ayuntamientos democráticos.

Un contexto marcado por un ascenso revolucionario internacional y el fin del “boom” económico que siguió a la II Guerra Mundial

La crisis del régimen franquista se produce en un marco internacional marcado por la ola revolucionaria de finales de los años 60, cuyos hitos principales fueron: el Mayo del 68 francés, que mostró que la revolución socialista en Occidente no era una quimera imposible; el levantamiento, el mismo año, contra la burocracia estalinista en Checoslovaquia (la “Primavera de Praga”, que acabó en una sangrienta derrota) y la gran oleada de huelgas en Italia, en 1969. Este ascenso internacional obtuvo en 1975 una enorme victoria, con la derrota política y militar del imperialismo norteamericano, obligado a abandonar Vietnam de manera humillante.

Estas convulsiones acompañaban al fin del período histórico excepcional de crecimiento económico posterior a la II Guerra Mundial, al que los franceses llaman “los 30 gloriosos”. Un período marcado por un prolongado “boom” económico, que había permitido importantes conquistas sociales, en particular en Europa. Sin embargo, en 1973 dio comienzo una larga crisis capitalista, que se presentó bajo el rótulo de la “crisis del petróleo”. Dos años antes Richard Nixon había suspendido unilateralmente la convertibilidad del dólar en oro, poniendo fin a los acuerdos de Bretton Woods que habían sido firmados al final de la II Guerra Mundial. El abandono unilateral de Bretton Woods fue expresión palpable de que entrábamos en un nuevo período, que se alarga hasta hoy, mucho más agitado y complejo.

Al calor de la crisis, el capitalismo se planteó ya el objetivo de comenzar el desmonte de las conquistas de la clase trabajadora que se expresaban en el llamado “Estado del Bienestar”, así como iniciar una política de recolonización de los países semicoloniales. Empiezan a despuntar ya entonces elementos que más tarde se conocerán con el nombre de neoliberalismo, que se convertirá en una verdadera ofensiva mundial a partir de los 80, tras las victorias de Thatcher y Reagan. Esta ofensiva, con sus altibajos, se perpetúa hasta hoy a través de las medidas de precarización, privatizaciones, liberalización financiera y ataques a los derechos sociales y a los servicios públicos.

En el cuadro marcado por la ola revolucionaria de 1968 y el fin del “boom” de la post-guerra, tuvo lugar en abril de 1974, en plena crisis franquista, la Revolución de los claveles en Portugal. Esta revolución tuvo un enorme impacto en el Estado español. Las razones son claras: entroncó con una situación de fortísimo ascenso del movimiento; demostró que las dictaduras podían ser derrocadas y, por último, llegó más lejos que Mayo del 68 en la quiebra del Estado burgués y en la creación de organismos de doble poder obrero y popular. La revolución portuguesa insufló una fuerza extraordinaria a la lucha contra la dictadura, contribuyó al surgimiento de un movimiento de jóvenes oficiales llamado UMD (Unión Militar Democrática) y encendió todas las luces rojas de alarma del imperialismo y la burguesía española. Fue en aquel entonces que, dada su extrema debilidad, la burguesía española se vio obligada a soltar lastre en el Sahara (“Marcha Verde”) y negoció un acuerdo con Marruecos, por el que le entregaba la colonia, desahuciando al pueblo saharaui.

Hay que añadir finalmente que tres meses más tarde del inicio de la revolución portuguesa caía en julio la dictadura de los coroneles en Grecia, seguida pronto por la monarquía griega.

La situación económica a la muerte de Franco

Como antes hemos señalado, el período final de la dictadura coincidió con la llegada, a partir de 1973, de la recesión económica internacional. Y con el estancamiento económico, comenzó a reaparecer el paro masivo, que vino acompañado de una enorme inflación.

Ante falta de expectativas de ganancia y la gran incertidumbre política y social que se vivía en el Estado español, se produjo una fuga masiva de capitales y una fuerte caída de la inversión capitalista. El desempleo español, que era del 2,6% en 1973, comenzó a subir de manera alarmante: se había doblado en 1976 (4,9%), llegó al 12% en 1980 y alcanzó el 22% en 1985.

Sin embargo, mientras en el resto de Europa los salarios eran sometidos a duros planes de ajuste, en el Estado Español los sueldos siguieron creciendo por encima de la inflación hasta 1977, con los Pactos de la Moncloa. Era una inflación desbocada, que pasó del 12% en 1973 al 18% en 1976 y al 25% en 1977. La burguesía, a la defensiva y con un paro en ascenso, necesitaba esperar a otro momento para primero frenar y después lanzar una ofensiva contra los trabajadores.

El movimiento obrero al frente de la lucha antifranquista

El desarrollo económico español, a la sombra del largo período de crecimiento económico internacional de la posguerra mundial, produjo un cambio cualitativo en la composición de la sociedad española: mientras que al final de la guerra civil la mayoría de la población activa era campesina (el 63%), en 1975 la población asalariada suponía ya el 70% de la población activa, 9’5 millones sobre un total de 13’4. En buena medida procedía del enorme flujo migratorio del campo hacia las grandes ciudades industriales. Es esta clase obrera rejuvenecida y socialmente mayoritaria la que protagonizó la Transición.

Tras la eliminación física de los militantes y la prohibición de las organizaciones obreras por la dictadura franquista, los primeros movimientos huelguísticos importantes fueron la huelga general de Barcelona de 1951 (la huelga de los tranvías) y las huelgas de las cuencas mineras asturianas de mediados de los años 50, donde aparecieron las primeras Comisiones Obreras. En los años 60 el movimiento huelguístico se intensificó notablemente, alcanzando una dimensión sin precedentes en regímenes tan represivos como el franquista. En los primeros 70 había alcanzado un extraordinario desarrollo y, finalmente, a la muerte del dictador, adquirió proporciones enormes [1].

A la cabeza de las huelgas se encontraba el movimiento clandestino de las Comisiones Obreras, base de la reconstrucción del movimiento obrero organizado tras la victoria franquista. Las CCOO nacieron y se desarrollaron como los grandes órganos de lucha unitarios que aglutinaban a la abrumadora mayoría de activistas obreros surgidos al calor de la lucha contra el franquismo. El movimiento de las CCOO tuvo diferentes expresiones. En unos casos eran comisiones elegidas por la asamblea de trabajadores que, apoyadas en el agrupamiento clandestino de los luchadores, negociaban por encima de la representación legal del sindicato vertical[2]. En otros casos la representación legal de los “enlaces y jurados” había sido ganada por la Comisión Obrera de la fábrica, a la que se subordinaba la representación legal. En las elecciones sindicales de 1975, las CCOO alcanzaron la mayoría de la representación legal de los trabajadores en el conjunto de las grandes empresas, aunque hubo lugares, en particular Navarra, Guipúzcoa y sectores fabriles de Vizcaya, en que los trabajadores boicotearon las elecciones, desafiando frontalmente las estructuras del sindicalismo vertical y desautorizando la política del PCE, que vinculaba su proyecto de sindicato único de los trabajadores a la “ocupación/transformación” de las estructuras del sindicato vertical, oponiéndose a los comités elegidos por las asambleas y, más aún, a su extensión y coordinación.

A pesar de la represión[3], el régimen franquista era incapaz de detener el movimiento huelguístico y organizativo de los trabajadores, que constituían la columna vertebral de la oposición a la dictadura franquista, arrastrando a los estudiantes, intelectuales, sectores de la pequeña burguesía y de las capas medias y en estrecha alianza con los movimientos de las nacionalidades oprimidas.

Las reivindicaciones de carácter económico y laboral –aumentos lineales de salario, reducción de la jornada de trabajo y de la edad de jubilación o mejora de las condiciones de trabajo— se fundían de manera natural con las reivindicaciones directamente políticas, ya que las luchas chocaban de inmediato con la represión y la falta de libertades democráticas. Los trabajadores reclamaban el restablecimiento de los derechos democráticos que habían sido arrancados por la dictadura, la disolución del sindicato vertical, el reconocimiento de las asambleas y de las comisiones elegidas por ellas para la negociación de los convenios colectivos, el derecho de huelga, la readmisión de los despedidos y la libertad de los detenidos. Exigían la amnistía para los presos políticos, la disolución de las fuerzas de orden público y libertades democráticas plenas. En el fragor de la movilización tomaban cuerpo consignas que apuntaban de lleno al corazón del régimen, como abajo la dictadura, fuera la monarquía o el derecho a la autodeterminación. A partir de 1974/1975 se sucedían huelgas generales con grandes enfrentamientos con la policía. Miles de nuevos activistas surgían al calor de la situación prerrevolucionaria que se abrió a partir de la muerte de Franco.

La burguesía se sentía impotente para frenar el movimiento. Por un lado, la represión actuaba como un acicate para la lucha de los trabajadores que pasaba rápidamente de las reivindicaciones económicas a las políticas en el curso de sus movilizaciones. Por otro, el movimiento obrero todavía no estaba debidamente maniatado por una burocracia dirigente que pudiera contenerlo.

La muerte de Franco y la restauración monárquica

Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Con el propósito declarado de dejarlo todo “atado y bien atado”, en 1969 había nombrado al Príncipe Juan Carlos como su sucesor, restaurando la monarquía borbónica como continuidad natural de la dictadura franquista, en la mejor tradición reaccionaria española. Juan Carlos, que ya había ejercido de Jefe de Estado cuando Franco estuvo enfermo, fue proclamado rey dos días después, jurando ante las Cortes franquistas los Principios del Movimiento Nacional, base ideológica del régimen que justificaba el alzamiento fascista y el régimen de terror posterior.

En el contexto de crisis económica y de ascenso del movimiento obrero que hemos descrito, la burguesía estaba dividida sobre el camino a seguir. Un sector muy importante de la misma[4] era consciente de que la continuación de la dictadura, ahora con ropaje monárquico, no sólo aislaba al Estado Español de la “Europa democrática”[5], sino que, más aún, podía dar lugar a un estallido revolucionario semejante o mayor al de la revolución portuguesa de abril del 74[6]. Así, apostaba por promover reformas por arriba que impidieran que la creciente movilización de las masas pudiera desembocar en un proceso revolucionario que pusiera patas arriba el orden social burgués.

Se trataba por lo tanto de emprender una difícil reforma democrática del viejo régimen, que asegurara la continuidad de los principales aparatos de Estado y de la dominación del capital. Una reforma que, para no ser vista como una muestra de la debilidad del régimen y un reconocimiento de la fuerza obrera y popular, debía ser lenta, parcial y en torno a la monarquía borbónica, convertida en pilar central de continuidad y legitimidad del régimen anterior.

¿Reforma del franquismo o ruptura revolucionaria?

El éxito de la operación exigía alargar el proceso, de manera que apareciera como una operación impulsada por el propio rey, combinando la represión más dura con reformas democráticas limitadas que dieran lugar a una “moderna monarquía parlamentaria”, donde tuvieran continuidad los principales aparatos estatales franquistas.

Sin embargo, el factor decisivo era neutralizar el peligro revolucionario que venía de la clase trabajadora, al frente del movimiento de oposición al régimen. Para ello debían comprometer en la operación de reforma del franquismo a las direcciones del movimiento obrero. Suárez buscó inicialmente el acuerdo con el PSOE[7], que entonces iniciaba su reconstrucción, abriéndole la puerta de la legalidad, mientras dejaban fuera al PCE. La dirección del PSOE no le hizo ascos a la propuesta y así lo acordó en su XXVII Congreso de 1976. Sin embargo, quien detentaba en aquel entonces la hegemonía y el control sobre la mayoría de los trabajadores era el PCE[8] (que controlaba CCOO) y en 1977 Suárez finalmente lo legalizó, no sin que antes manifestara –como hemos señalado antes- su acatamiento a la Monarquía, la bandera y la unidad española.

Ni la dirección del PSOE ni la del PCE, enzarzados en una fuerte rivalidad entre sí, no aspiraban a otra cosa que a instaurar un régimen más o menos parlamentario, buscando para ello la reconciliación con los franquistas. Apostaron por una política de colaboración de clases, actualizando los famosos 10 puntos de Negrín de la fase final de la guerra civil y la política de “reconciliación nacional” del PCE[9]. Éste creó en 1974 la Junta Democrática, con personajes burgueses poco representativos, alguno de ellos como Calvo Serer, un opusdeista partidario de D. Juan. Asoció a CCOO a la Junta y tuvo en ella como artistas convidados a los maoístas del PT. Por su parte, el PSOE organizó en 1975 la competencia a Carrillo: la llamada Plataforma de Convergencia Democrática, que incluía a otros personajes de la intelectualidad franquista reciclados, como el democristiano Ruiz-Giménez, así como a los también maoístas del MC y la ORT. Ambas, Junta y Plataforma, acabaron unificándose en marzo de 1976 en la Coordinación Democrática o Platajunta[10], a la que también se adhirieron CCOO y UGT.

Como había ocurrido durante la II República y la guerra civil, esta política de colaboración de clases situaba a las organizaciones obreras a remolque de la burguesía que había medrado a la sombra del franquismo, pero que empezaba a apostar mayoritariamente por una reforma política controlada que impidiese un estallido revolucionario.

De este modo, mientras la clase obrera se aplicaba al objetivo de derruir un orden franquista cada vez más cuarteado (abriendo así la vía al cuestionamiento del propio régimen capitalista), otra vez sus direcciones políticas y sindicales se aplicaban en desviar esa enorme energía revolucionaria hacia un régimen parlamentario-bonapartista que asegurara el dominio social de la burguesía y en cuyas instituciones pudieran medrar.

La matanza de Vitoria el 3 de marzo de 1976 pone al régimen al borde del abismo

El primer gobierno franquista de Juan Carlos I reunía –bajo la presidencia de Arias Navarro, el último jefe de gobierno de Franco– a las dos facciones del régimen, los duros y los blandos, un equilibrio que reflejaba el debate abierto en el seno de la clase dominante y en el aparato de poder franquista acerca del alcance real que debía tener la reforma política del régimen. Sus diversos proyectos de reforma, intentando sólo un cambio de maquillaje del régimen, sin contar con la “oposición democrática”, fueron barridos por los acontecimientos.

La marea movilizadora a la muerte de Franco no paraba de crecer. La mini-amnistía de principios de diciembre decretada por el rey, apenas sí supuso la liberación de 100 presos –incluidos los dirigentes de CCOO condenados por el proceso 1001— de los más de 2000 que había en las cárceles, por lo que arreciaron las manifestaciones exigiendo la amnistía total y los enfrentamientos con la policía.

A inicios de 1976 el ascenso de las luchas obreras era continuo. En enero empezó en Madrid[11] y se fue extendiendo hacia el resto del Estado[12], alcanzando su punto culminante en marzo en el País Vasco. En algunas de las empresas más importantes del país (Ensidesa, Hunosa, Standard Eléctrica, Motor Ibérica…) las huelgas duraron meses.

La lucha alcanzó un punto culminante en Vitoria el mes de marzo. Las asambleas de trabajadores aprobaron en las fábricas una plataforma reivindicativa[13] y eligieron comisiones de representantes sometidas a las asambleas y revocables, para coordinar la lucha y negociar con la patronal. La huelga se extendió a las fábricas más importantes de Vitoria. Se realizaban asambleas diarias y se eligió un comité central de huelga compuesto por representantes de los distintos centros. Mediante un boletín diario el comité de huelga informaba del desarrollo de la lucha. Se crearon cajas de resistencia y se organizaron asambleas en los barrios obreros y en los institutos, que eligieron comités que se integraban en el comité central de huelga.

A casi dos meses del inicio de la lucha se convocó una huelga general en toda Vitoria el 3 de marzo. La policía cargó contra una multitud de 5.000 trabajadores que realizaban una asamblea en la Iglesia de S. Francisco y disparó con fuego real, matando a tres obreros e hiriendo a más de 100. Dos obreros más murieron después en el hospital. La respuesta obrera fue inmediata, montando barricadas en las calles de Vitoria. Policías y soldados enviados por el gobierno para sofocar la movilización se negaron a retirarlas. Las tropas estuvieron acuarteladas pero el mando militar no se atrevió a sacarlas a la calle consciente de que los soldados (todos ellos de reemplazo) se negarían a disparar contra los trabajadores. Un impresionante cortejo de 100.000 personas acompañó a los féretros durante el funeral.

Los sucesos de Vitoria desataron la indignación obrera y social, con huelgas y manifestaciones espontáneas por todo el país. La represión policial de estas movilizaciones produjo tres muertos más en Tarragona, Elda y Basauri. La huelga general estaba a la orden día, pero los dirigentes de CCOO llamaron a la calma y ésta sólo se convocó en el País Vasco, donde el éxito fue total con 500.000 participantes. La huelga de Vitoria acabó el 16 de marzo y la patronal acabó aceptando las principales reivindicaciones obreras.

Con los sucesos del 3 de marzo en Vitoria estuvieron dadas las condiciones para lanzar un movimiento huelguístico de ámbito estatal que, con seguridad, habría arrastrado al resto de sectores sociales. Todo ello en una situación en que la burguesía estaba dividida y desorientada[14], el edificio del régimen se resquebrajaba y las instituciones clave como el ejército y las fuerzas represivas mostraban fisuras y división[15].

Todos los hechos señalan que un movimiento de esa potencia podría haber derribado al régimen tambaleante y abrir con ello una vía revolucionaria, siguiendo la estela de Vitoria. Sin embargo, los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros, que tenían la confianza de las masas trabajadoras y la autoridad suficiente para ello, se negaron a desatar este movimiento, con especial responsabilidad del PCE, la organización con mayor influencia en el movimiento obrero. Por desgracia, no había una organización revolucionaria con suficiente influencia para hacer decantar la situación.

En los meses siguientes continuó la intensidad de las huelgas y manifestaciones. El 1 de mayo el gobierno prohibió las manifestaciones pero, a pesar de la represión policial, en las ciudades y localidades más importantes se produjeron manifestaciones y acciones callejeras. La oleada de huelgas prosiguió[16].

La policía era auxiliada en su labor represiva por las bandas fascistas, organizadas desde el propio aparato de Estado[17]. El 9 de mayo se produjeron los sucesos de Montejurra (Navarra). Durante la concentración anual de los miembros de la escisión de izquierda del carlismo, a la que también acudían otros grupos de izquierda, bandas fascistas mataron a tiros a dos de los participantes[18]. Este hecho desató una nueva oleada de indignación popular.

Gobierno Suárez: la reforma se pone en marcha

La utilización de la represión como mecanismo para contener la “marea revolucionaria” se había mostrado incapaz, estimulando todavía más la radicalización. Sectores cada vez más amplios de la burguesía entendían que había que apostar por un gobierno formado exclusivamente por “reformistas”. El gobierno Suárez[19], formado en julio de 1976, tenía como principal tarea impulsar una reforma pactada, es decir, negociar con la oposición para asegurarse el apoyo de los líderes obreros a los planes de la burguesía.

Sin embargo, las movilizaciones exigiendo la amnistía total fueron en aumento, así como la petición de derechos democráticos de las nacionalidades históricas. Se producen nuevos crímenes de la policía y las bandas fascistas en Hondarribia, Madrid y Tenerife. Una oleada de asambleas, manifestaciones y huelgas[20] recorre el país en respuesta a la represión[21] y contra al régimen. El 12 de noviembre de 1976 la “Coordinadora de Organizaciones Sindicales”, formada por CCOO, UGT y USO convocó una huelga general estatal en contra del proyecto del gobierno de imponer topes salariales y mayores facilidades del despido, en la que pararon más de 2 millones de trabajadores[22].

El 10 de setiembre[23] Suárez presentó el proyecto de reforma política. El PCE (que no veía su legalización asegurada) denunció el proyecto, al que calificó de “fraude antidemocrático”, porque no planteaba la dimisión del gobierno Suárez y la formación de un gobierno provisional que convocara elecciones constituyentes a las que pudieran concurrir todas las organizaciones[24]. Por su parte, el PSOE[25] y las fuerzas burguesas de oposición matizaron sus críticas y se mostraron comprensivos ante Suárez, que permitía una cierta libertad de prensa, no les ponía obstáculos a su actividad y a cuyo gobierno reconocían ya como el director del proceso de reforma franquista. El proyecto fue aprobado a mediados de noviembre en las Cortes franquistas, con la resistencia minoritaria del “búnker” representado por Blas Piñar[26]. Se concretaba así el proyecto de autorreforma del régimen otorgada desde arriba.

El 15 de diciembre se realizó el Referéndum para la Reforma Política (“Si quieres la democracia, vota” era el lema oficial) sin las mínimas garantías democráticas, al seguir siendo ilegales las organizaciones obreras, que llamaron a la abstención, en el caso del PSOE con mucha tibieza. Según el Gobierno, el referéndum fue aprobado con un 94% de votos afirmativos. El “búnquer” franquista logró un 2’6% de votos negativos. La abstención fue masiva en los centros industriales.

En diciembre se realizó el XXVII Congreso[27] del PSOE que, a pesar de mantener aún formalmente un buen número de postulados marxistas en su programa, inició un claro giro derechista, aceptando en los hechos la reforma de Suárez e iniciando la persecución de la disidencia interna.

La respuesta a la matanza de Atocha, una nueva oportunidad perdida

A inicios de enero de 1977, un sector del aparato de Estado, en colaboración con organizaciones fascistas como Fuerza Nueva y Guerrilleros de Cristo Rey, decidió poner en marcha una campaña de asesinatos con el objetivo de crear un clima de terror que justificase un golpe de Estado militar para restituir el orden dictatorial.

El 23 de enero un reconocido fascista asesina al estudiante Arturo Ruiz en una manifestación proamnistía. Los GRAPO secuestran ese mismo día al teniente general Villaescusa[28]. En la manifestación del día siguiente por el asesinato de Arturo Ruiz es asesinada por la policía otra estudiante, mientras bandas fascistas recorrían Madrid agrediendo a la gente en la calle.

El mismo día 24, pistoleros ultraderechistas asesinaron a cinco abogados laboralistas de CCOO, en la calle Atocha. La tensión de las masas amenazaba con estallar al conocerse los nuevos crímenes. Todo el mundo estaba pendiente de la convocatoria de una huelga general. Sin embargo, Carrillo y los dirigentes del PCE manifestaron que “había que apoyar al gobierno” y “no responder a la provocación”. A pesar de ello más de 300.000 trabajadores se declararon en huelga en Madrid el día 26, coincidiendo con el entierro de las víctimas, y también hubo paros en Euskadi y otros lugares. El PCE organizó un espectacular servicio de orden de varios miles de militantes en la multitudinaria manifestación, silenciosa, de solidaridad.

Como nueve meses atrás, cuando los asesinatos de Vitoria, volvían a darse las condiciones para desatar un movimiento general de lucha que derrocase al régimen. El gobierno estaba acorralado y a la defensiva y amplios sectores de la clase trabajadora, y con ella otros sectores sociales antifranquistas como el movimiento estudiantil y las nacionalidades, dispuestos a ir hasta el final. Pero una delegación de dirigentes de la oposición negoció con Suárez y, a cambio de promesas de actuación contra el “búnquer”, ofreció una declaración conjunta gobierno-oposición denunciando el terrorismo y haciendo un llamamiento al pueblo para que apoyara al Gobierno. Los dirigentes obreros no sólo abortaron el movimiento sino que legitimaron expresamente al gobierno Suárez, encabezado por un franquista que había sido elegido por un rey coronado por Franco.

La represión policial continuó durante los meses siguientes. En mayo se convocó en Euskadi una semana pro amnistía total, que se saldó con seis activistas muertos. Los dirigentes del PSOE y el PCE, en lugar de llamar a secundar la movilización y exigir la disolución de las fuerzas represivas, volvieron a llamar a la calma. Los trabajadores y las organizaciones de la izquierda vasca convocaron una huelga general que tuvo un seguimiento masivo.

Con estas actuaciones El PCE hizo méritos para ser reconocido como una fuerza de orden por la burguesía, que se acabó de convencer de la necesidad de legalizarlo, a pesar de las protestas de la jerarquía militar, para que pudiera controlar “desde la legalidad” al movimiento obrero. El Financial Times, el periódico del capital financiero británico, no se equivocaba en diciembre de 1978, cuando escribía: «El apoyo del PCE, tanto a la primera como a la segunda administración Suárez, ha sido abierto y sincero. El señor Carrillo fue el primer líder que dio su apoyo a los Pactos de la Moncloa, e inevitablemente el PCE ha apoyado al Gobierno en el Parlamento. Pero, como partido que controla la central sindical mayoritaria CCOO y el partido político mejor organizado en España, su apoyo durante los momentos más tensos de la transición ha sido crucial. La moderación activa de los comunistas, durante y después de la masacre de los trabajadores de Vitoria en marzo de 1976, el ametrallamiento de cinco abogados comunistas en enero de 1977, y la huelga general vasca en mayo de 1977, por poner sólo tres ejemplos, era probablemente decisiva para evitar que España cayera en un abismo de conflictividad civil importante y permitir la continuación de la reforma».

La legalización de la izquierda y las elecciones generales de junio de 1977

Los sindicatos fueron definitivamente legalizados en febrero de 1977, al igual que el PSOE. El PCE lo fue en abril. A cambio de la legalización del PCE, Carrillo aceptó reconocer a la monarquía, adoptó la bandera monárquica y la unidad de España y ofreció su cooperación para alcanzar un futuro pacto social. El 9 de abril, cuando la mayoría de la élite política y militar se hallaba fuera de Madrid por las vacaciones de Semana Santa, Suárez anunció la legalización del PCE. Aunque se produjo la dimisión del ministro de Marina y hubo algunos movimientos de descontento entre la alta jerarquía militar, finalmente el Consejo Superior del Ejército encajó la noticia de la legalización con una demostración de “disciplina y patriotismo”. Al fin y al cabo el rey estaba detrás.

Una comisión conjunta de la oposición y del gobierno elaboró la ley electoral y Suárez convocó las elecciones generales en el mes de abril. El parlamento quedó organizado en dos cámaras, con un senado donde todas las provincias elegían el mismo número de representantes y con la función de ratificar o rechazar los acuerdos del Congreso[29]. Sólo tenían derecho al voto los mayores de 21 años, excluyendo a los más de dos millones de jóvenes entre los 18 y 21 años y al millón de inmigrantes.

La principal opción de la burguesía, la UCD de Suárez, que agrupaba a los “nuevos demócratas” procedentes del franquismo, obtuvo el 34’2% de los votos. AP, encabezada por Fraga y que agrupó a la mayor parte de la “vieja guardia” franquista, el 8’2%. La burguesía financió generosamente estas opciones, además de disponer de los medios de comunicación controlados por UCD desde el gobierno. Los votos de izquierda superaron ampliamente a los de derecha en los grandes centros urbanos e industriales: el PSOE obtuvo el 30%, el PCE el 9’2% y el PSP el 4’5%.

Año y medio después de la muerte de Franco, la monarquía instituida por él y la “democracia” surgida de la reforma del franquismo, conducida por los propios franquistas reconvertidos en demócratas, con el rey a la cabeza, habían ganado la batalla política, después de largos meses de impresionantes movilizaciones y de momentos en que estuvieron dadas las condiciones para derribar el régimen franquista (especialmente en marzo del 76 y en enero del 77). La ley de amnistía de octubre de 1977 venía a cerrar el círculo: verdadera ley de “Punto Final”, garantizaba completa impunidad por los crímenes y expolios franquistas,[30].

La derrota electoral del PCE en estas primeras elecciones generales y el proceso de autodestrucción que le siguió fueron el precio que pagó por su traición. El nacionalismo burgués en Euskadi y Catalunya (CiU, PNV) obtuvieron importantes resultados, en buena parte como consecuencia de la renuncia del PSOE y del PCE a la lucha por los derechos nacionales de Catalunya y el País Vasco.

Los Pactos de la Moncloa y la subordinación a los intereses de la patronal

En la situación de profunda crisis económica internacional iniciada en 1973, la economía española reflejaba su escasa competitividad en un mercado internacional de competencia feroz entre las distintas burguesías. La inflación, que era la respuesta patronal a las subidas salariales que no podían evitar, llegó al 25% a fines de 1977. Suárez devaluó la moneda un 20% para estimular las exportaciones, incrementando el precio de las importaciones y la inflación. Pero para el capital, la devaluación sólo tendría eficacia si iba acompañada de un plan de ajuste que redujera los salarios lo que, dada la fuerza del movimiento obrero, requería la colaboración de sus dirigentes[31].

Tras las elecciones, el gobierno Suárez se puso manos a la obra. El contenido de los Pactos de la Moncloa, abarcaba temas políticos, sociales y económicos. Por primera vez, se obtuvo un consenso general poder-oposición sobre la necesidad de hacer depender del “crecimiento económico” (es decir, de la recuperación del beneficio patronal) todos los demás factores: salarios, condiciones laborales y empleo. Así, los salarios crecerían por debajo de la inflación y los incrementos se guiarían por el IPC previsto[32], dando por entendido que los aumentos en la productividad pasarían a engordar los excedentes empresariales. Se establece la posibilidad de regular plantillas, permitiendo el despido del 5% de las mismas en aquellas empresas en que la subida salarial superase el 20%; se contempla la contratación temporal y el ajuste de plantillas en las empresas en crisis. Los Pactos de la Moncloa constituyeron la palanca que facilitó el paso del modelo de acumulación anterior a la regulación liberal de la economía, creando las condiciones sociales para la Constitución de 1978,  que consagraría la inviolabilidad  de la propiedad privad de los medios de producción y de economía de mercado.

Los dirigentes del PCE (el principal abanderado), el PSOE y CCOO apoyaron los Pactos desde el principio y sólo la UGT se opuso inicialmente, para acabar apoyándolos. Los planes que la burguesía no había podido imponer durante la agonía de la dictadura se pusieron en marcha gracias al apoyo de los principales dirigentes obreros[33]. Sin embargo, la oposición de los trabajadores fue muy amplia. Durante el mes de noviembre se produjeron manifestaciones contra el Pacto, en defensa del nivel de vida y contra el aumento del paro en las principales ciudades, convocadas por UGT y otros sindicatos. Muchas secciones de base de CCOO se pronunciaron en contra de los Pactos[34].

Éste fue el primero de una larga serie de pactos sociales que sirvieron –además de para aumentar la tasa de ganancia del capital y reducir el nivel de vida de los trabajadores– para desmoralizar a una clase trabajadora cuya capacidad de lucha había puesto a su alcance una transformación profunda de la sociedad y la veía alejarse por la política de colaboración de clases de sus dirigentes.

Las reivindicaciones nacionales

El franquismo, tras su victoria militar, aplastó con violencia sanguinaria las reivindicaciones nacionales de los pueblos catalán, vasco y gallego, convirtiendo con ello la lucha contra la opresión nacional en una de las palancas fundamentales de la lucha antifranquista. La Transición trató de dar salida al problema por medio del “Estado de las Autonomías”, una suerte de pacto entre el aparato de Estado, la izquierda oficial y las burguesías periféricas por el que el primero cedía algunas competencias de gobierno a los gobiernos territoriales a cambio del reconocimiento de la unidad de España y de la preeminencia del poder central.

El abandono descarado de la reivindicación del derecho de autodeterminación por parte del PCE y el PSOE y de la burguesía nacionalista, unido a la brutal represión sobre el pueblo vasco, donde las movilizaciones alcanzaban mayor radicalidad y combatividad, fue el caldo de cultivo para el desarrollo de ETA. La muerte y la tortura de muchos de sus activistas por las fuerzas represivas franquistas y su inserción social les granjeaba un gran apoyo popular.

En otoño de 1977 se produjeron multitudinarias movilizaciones por los derechos nacionales. En Euskadi las manifestaciones eran de cientos de miles. En Barcelona, la Diada Nacional catalana del 11 de septiembre de 1977 congregó a un millón de manifestantes.

Incluso en zonas donde el nacionalismo no tenía tradición histórica como Andalucía hubo manifestaciones masivas en defensa de la Autonomía[35]. El 4 de diciembre en Málaga un joven trabajador fue asesinado por la policía mientras participaba en la manifestación, que reunió a de 200.000 personas. Los enfrentamientos de los trabajadores con la policía alcanzaron tal virulencia que el gobierno decretó durante tres días el “estado de excepción” en Málaga.

Las elecciones sindicales

A principios de 1978 se celebraron las primeras elecciones a comités de empresa, con los sindicatos ya legalizadas. CCOO y UGT obtuvieron en conjunto más del 70% de los delegados. En esta época estos dos sindicatos alcanzaron niveles desconocidos de afiliación, 5 millones entre las dos organizaciones, cerca del 50% de la clase obrera de entonces. A través de la financiación estatal que recibirán por la representación obtenida, los privilegios concedidos como “sindicatos más representativos” y la restricción creciente de los derechos democráticos internos de la afiliación, se fue fortaleciendo una burocracia dirigente, cada vez más independiente de la base afiliativa y de los trabajadores y más dependiente del aparato estatal y de la patronal. Las elecciones sindicales de 1978 representaron la consolidación de la división sindical en dos grandes centrales (CCOO vinculada al PCE –del que más tarde se iría progresivamente desvinculando– y UGT vinculada al PSOE) y la marginación de la central anarquista CNT, que no tomó parte en el proceso electoral.

Las huelgas, a diferencia del período anterior, se dan ahora sólo por motivos económicos y, a pesar de que las direcciones sindicales habían aceptado los topes salariales, muchas movilizaciones se enfrentaron a la pérdida de poder adquisitivo provocada por los Pactos de la Moncloa. Se produjeron varias huelgas generales en la construcción y el metal. Sin embargo, el número de jornadas de huelga disminuyó sensiblemente en relación con los años anteriores[36].

Se aprueba la Constitución

El PSOE en 1977 todavía aún se pronunciaba con la boca pequeña por la República, aunque a principios de 1978 aceptaba ya plenamente la “monarquía constitucional” del Borbón. Los dirigentes del PSOE y del PCE defendían la Constitución, en cuya elaboración participaban, como la mejor garantía para las libertades democráticas, para parar los golpes de estado y para asegurar los derechos sociales como el trabajo, la vivienda, la educación o la salud.

Sin embargo, la Constitución, que sería aprobada por amplia mayoría en el referéndum del 6 de diciembre de 1978 (pero que en Euskadi sólo fue apoyada por una tercera parte del censo electoral) consagraba la inviolabilidad de la economía de mercado y de la propiedad capitalista, la restauración en la cúspide del Estado de la Monarquía restablecida por Franco, la unidad forzada de España, garantizada por el Ejército franquista y las vías para declarar el “estado de excepción y de sitio” si la “seguridad nacional” se viera amenazada.

Las elecciones legislativas y municipales de 1979 y el abandono formal del marxismo del PSOE

Durante el primer semestre de 1979 se produjo una nueva oleada de movilizaciones obreras, a pesar de la política conciliadora de las direcciones de CCOO y UGT, comprometidas con los Pactos de la Moncloa. El continuo aumento del coste de la vida y los intentos de la patronal de pasar a la ofensiva ante el estancamiento de la lucha obrera, dieron lugar a un movimiento de resistencia que se extendió a prácticamente todos los sectores[37]. Pero la mayoría de las luchas fracasaron por la intervención de la burocracia sindical, que aceptaba los topes salariales y negociaba y firmaba frecuentemente a espaldas de los trabajadores.

En este contexto se celebraron elecciones generales del 1 de marzo de 1979. Volvió a ganar la UCD contra todo pronóstico. El fracaso de la izquierda era el reflejo en el terreno electoral de su política de sometimiento a la patronal y la Monarquía, que hizo que sectores importantes de la clase trabajadora y de la juventud optaran, defraudados, por la abstención.

Las elecciones municipales del 3 de abril[38] –que UCD había ido demorando durante casi dos años, temerosa de sufrir un revés electoral que condicionase las elecciones generales— dieron esta vez la victoria a las organizaciones de la izquierda en las principales ciudades, siendo el primer triunfo electoral claro sobre la UCD.

El PSOE, el principal partido de electorado obrero (como partido histórico que había sido de la clase trabajadora española), estaba llamado a ser el futuro gestor gubernamental de los intereses de la burguesía cuando la UCD pasara a la oposición y, para ello, debía adecuar su programa a ese papel. Por eso, Felipe González había declarado en mayo que él “ya no era marxista” y que propondría que esa definición desapareciera de los Estatutos del Partido. El XXVIII Congreso del PSOE rechazó esta propuesta de la dirección, para aceptarla a los pocos meses en un Congreso Extraordinario que endiosó a Felipe González y otorgó todo el poder de decisión al aparato del partido.

La última gran oleada de movilizaciones de la Transición

Durante el otoño/invierno de 1979 se produjo la última gran oleada de movilizaciones del movimiento obrero y de la juventud de la Transición.

En septiembre el gobierno Suárez presentó al parlamento el proyecto de Estatuto de los Trabajadores, que era un refrito de los  múltiples decretos  promulgados desde 1977 profundizando en el  recorte de derechos para los trabajadores[39].

Esta ley levantó la indignación masiva de la base sindical y de los trabajadores, produciéndose una amplia oleada de huelgas, manifestaciones y pronunciamientos en contra. Hubo huelgas generales contra el Estatuto de los Trabajadores en Granada, Euskadi y Asturias, además de paros en muchas empresas y resoluciones en contra de cientos de secciones sindicales y asambleas de trabajadores de todo el Estado.

Los estudiantes, por su parte, también se pusieron en movimiento[40]. Centenares de miles de estudiantes de Enseñanzas Medias y, en menor número, de la Universidad, se lanzaron a la calle a protestar contra el Estatuto de Centros Docentes y la Ley de Autonomía Universitaria (LAU), leyes con las que el gobierno de UCD impulsaba la privatización de la enseñanza pública, la reducción de los presupuestos y el recorte de derechos democráticos de los estudiantes. Se crearon Coordinadoras de Estudiantes, formadas por delegados de los institutos elegidos en asamblea, y se convocaron huelgas y manifestaciones en todo el Estado los días 5, 6 y 7 de diciembre. La represión policial del movimiento fue brutal. Decenas de estudiantes fueron heridos en las cargas policiales, auxiliados por bandas fascistas que también atacaban las manifestaciones. El momento álgido de la lucha fue el 13 de diciembre en Madrid, donde la lucha era más intensa, con un paro total en los institutos y universidades madrileñas y más de 100.000 manifestantes[41].

La misma tarde del 13 de diciembre CCOO había convocado una manifestación en contra del Estatuto de los Trabajadores y en solidaridad con los trabajadores de Chrysler (actual Peugeot), donde habían sido despedidos 8 trabajadores. A la manifestación asistieron 300.000 trabajadores y a ella se sumaron miles de estudiantes. Cuando una manifestación estudiantil paralela trataba de unirse a la movilización obrera, una brutal carga policial con fuego real asesinó a dos estudiantes e hirió a varios más. La policía detuvo a decenas de estudiantes en todo el Estado.

Una huelga general habría podido derrotar los planes del gobierno y forzar su caída. Sin embargo, los dirigentes del PCE y CCOO nunca se plantearon luchar consecuentemente. Su intención se limitaba a presionar para “mejorar la ley”, reiterando una y otra vez que “no pretendían derribar al gobierno”, mientras el PSOE y la UGT daban apoyo al proyecto de Estatuto de los Trabajadores y se oponía a las movilizaciones.

Al día siguiente, el 14 de diciembre, se convocaron manifestaciones estudiantiles en todo el Estado en protesta contra los crímenes y por la libertad de los detenidos y en muchas empresas también se convocaron paros, pero fueron movilizaciones limitadas y sin perspectiva de generalización y unificación. La protesta estudiantil aún continuó en enero y febrero de 1980. El 1 de febrero la joven estudiante, dirigente estudiantil y camarada[42], Yolanda González, delegada por su Instituto en Vallecas en la Coordinadora de Estudiantes, era secuestrada y asesinada por pistoleros fascistas de Fuerza Nueva. También en esta ocasión los dirigentes de las grandes organizaciones se negaron a convocar una respuesta general a la altura del crimen y de la ira que desató entre millones de trabajadores y estudiantes.

Políticamente derrotado el movimiento y recién aprobado el Estatuto de los Trabajadores, la UGT firmó un nuevo Pacto Social, el llamado Acuerdo Marco Interconfederal (AMI), comprometiéndose a mantener la paz social en base a la contención salarial y el recorte de derechos establecidos en los Pactos de la Moncloa dos años antes (en 1979 la pérdida salarial superó el 4%). Presionada por sus bases, la dirección de CCOO no firmó, pero nunca organizó respuesta seria alguna contra el pacto.

El final de un ciclo: reflujo de la movilización

El año 1979 marcó el final de un ciclo del movimiento de masas. Los trabajadores, a la cabeza de los sectores populares y las nacionalidades, habían librado una larga y sacrificada batalla para acabar de raíz con el régimen franquista y abrir una vía para la transformación profunda de la sociedad. Y en varias ocasiones -como hemos visto- estuvieron a punto de lograrlo.

Por su parte, la burguesía y con ella la fracción del aparato franquista más lúcida y que mejor representaba sus intereses, habían comprendido la necesidad imperiosa de reformar el régimen franquista, convertido ya en un obstáculo absoluto para su dominación ante el arrollador empuje de los trabajadores. Para ello necesitaban el compromiso de los dirigentes obreros con su proyecto de reforma política y con sus planes económicos ante la aguda crisis capitalista.

El potente proceso de luchas que llegó hasta 1977 (y que se prolongó hasta 1979) logró importantes conquistas laborales, pero no consiguió estabilizarlas. Con la derrota política del movimiento de masas, la burguesía se dispuso a retomar con creces lo que se había visto obligada a conceder. El paro se hizo masivo y la inflación, unida a la contención salarial, fue devorando los salarios. Mientras tanto, las luchas, con el transcurrir del tiempo, acababan con frecuencia en derrota, provocando el retraimiento de los trabajadores.

La confianza de los trabajadores y la juventud en los dirigentes de los partidos de izquierda y de los sindicatos fue declinando, bajo los golpes de la decepción por los resultados de su política de colaboración de clases y por su confortable acomodación al nuevo régimen monárquico. La afiliación política y sindical cayó en picado. En estas circunstancias, los años siguientes fueron de claro reflujo de la actividad política y sindical del movimiento.

El segundo gobierno Suárez y la aprobación los Estatutos de Autonomía

Ante la aguda crisis económica, la burguesía exigía medidas más drásticas. Sin embargo, el gobierno encontró una respuesta social importante durante el año 79, a pesar de la contención del movimiento por parte de los aparatos políticos y sindicales.

Atrapada en esta contradicción, la política económica de la UCD zigzagueaba entre una política inflacionista que aumentaba la cantidad de dinero en circulación y otra deflacionista, con recorte del gasto público y limitaciones al crédito para reducir una inflación galopante.

El malestar de la burguesía con el gobierno Suárez iba en aumento, en paralelo a sus exigencias de una política resuelta contra las conquistas de los trabajadores.[43]

En este contexto, en 1979 fueron aprobados los Estatutos de Autonomía para Euskadi y Catalunya, consagrando la negación del derecho de autodeterminación y sustituyéndolo por una gestión descentralizada de competencias cedidas por el Estado a las burguesías nacionalistas periféricas. El Gobierno adoptó la que se conoció como política de “café para todos”, en un intento de diluir los reclamos soberanistas de las nacionalidades históricas en un sin fin de autonomías con parecidas competencias.

En el País Vasco el 40% del electorado se abstuvo en el referéndum estatutario, aunque esta vez sólo rechazaron el Estatuto la izquierda abertzale y la extrema izquierda. En las elecciones autonómicas catalanas y vascas, el PSOE sufrió un importante retroceso frente a las opciones nacionalistas, pagando su giro españolista.

En Andalucía PSOE y PCE reclamaban que el Estatuto se rigiera por el artículo 151 de la Constitución, como el vasco y catalán, en lugar del artículo 143 que otorgaba menos competencias y daba menor “categoría” a la Autonomía. Después de importantes movilizaciones, la pugna se saldó con la convocatoria de un referéndum que derrotó duramente al gobierno de la UCD, que había apostado por la abstención. El descrédito del gobierno reforzó la crisis interna en la UCD y el descontento entre sectores de la burguesía que le daban apoyo.

La intensificación de la actividad de ETA y de la ultraderecha

Con la clase trabajadora políticamente fuera de la escena, entre los años 79 y 82, cobraron especial protagonismo los atentados de ETA y el terrorismo de las bandas fascistas, que experimentaron una fuerte intensificación.

En los años 76-77 se había producido un intenso debate en ETA sobre la conveniencia de abandonar la lucha armada[44]. La gran frustración política de una parte significativa de la población vasca, la traición de la izquierda española, la feroz represión policial y la aguda crisis social y económica contribuyeron a que la línea militarista[45]se impusiera en ETA, que consolidaba el apoyo popular de un sector de la población vasca.

El terrorismo fascista (que había estado presente durante toda la Transición como complemento de los cuerpos represivos del Estado, alimentado por los sectores más ultras del aparato estatal) también intensificó su actividad. Compuestas en su mayoría por policías o guardias civiles e hijos de militares, las bandas fascistas actuaron contra trabajadores, jóvenes y militantes de la izquierda abertzale e incendiaron y destruyeron decenas de locales obreros y de la izquierda. Pero, lejos de apelar a la movilización y a la autodefensa organizada para aplastar estas bandas, los dirigentes reformistas hacían llamamientos a la tranquilidad, a confiar en el Gobierno y a “no caer en provocaciones”, envalentonando así más a los grupos fascistas y a la represión policial.

La conspiración golpista del 23-F

A principios de 1981 la UCD (el partido de los franquistas “reformistas”) estaba políticamente acabado y era ampliamente impopular. Suárez, que ya había agotado su misión, estaba aislado en el seno de su propio partido y desacreditado entre los sectores decisivos de la burguesía y del aparato de Estado, lo que le llevó a dimitir a principios de febrero de 1981.

Fue en este contexto, en un momento marcado por atentados mortales de ETA sobre mandos militares, que se produjo el 23-F, el intento de golpe de estado más serio de los proyectados durante la Transición[46]. Mientras se votaba la elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente de gobierno, las Cortes fueron ocupadas por varias decenas de guardias civiles a punta de metralleta, dirigidos por el teniente coronel Tejero. Mientras, el general Milans del Bosch sacaba los tanques en las calles en Valencia, imponiendo el “estado de sitio”, y en Madrid blindados de la División Acorazada ocupaban las instalaciones de RTVE.

Los principales jefes militares estaban al corriente de la preparación del golpe, con el rey a la sombra. El principal estratega del golpe era el general Armada, miembro del círculo íntimo del rey y recién nombrado por éste jefe operativo del Estado Mayor del Ejército. Entre los principales instigadores del golpe existía un acuerdo para constituir un gobierno de tipo bonapartista “blando” presidido por Armada, compuesto por civiles y militares, al estilo del Directorio de Primo de Rivera de 1923. Sólo que esta vez estaba prevista la presencia de representantes del PSOE, UCD e incluso del PCE[47], y debía contar con el visto bueno del Congreso de Diputados.

El rey mantuvo una actitud “ambigua” durante largas horas, hasta que a las 12 de la noche[48], cuando salió en pantalla para pedir al pueblo “tranquilidad “ y a los militares que se quedaran quietos y no siguieran a Tejero y a Milans. En ese espacio de tiempo sucedió que el golpe “blando” previsto se frustró porque Tejero y Milans (cuyo proyecto era un gobierno estrictamente militar y abiertamente dictatorial) no se avinieron a la propuesta de “gobierno de concentración”que les presentó Armada. Fracasado el golpe, al rey sólo le quedaba desvincularse de él y llamar a “defender la democracia”.

La historia del 23-F es una de las páginas más vergonzosas de la izquierda reformista española, que mostró la más servil sumisión a la burguesía y al régimen monárquico: primero compinchándose con el rey en el “golpe blando” de Armada, más tarde boicoteando descaradamente la movilización y llamando a la calma y, finalmente, convirtiéndose en pieza fundamental de una inmunda campaña mediática que, hasta el día de hoy, atribuye al rey el papel de “héroe y salvador de la democracia española”.

La agonía de UCD

El relevo de Suárez por Calvo Sotelo no salvó del derrumbe a la UCD. Su descrédito ante los trabajadores se combinaba con la insatisfacción entre el sector hegemónico de la burguesía[49] que exigía una política más resuelta y que empezaba a apostar mayoritariamente por una gran derecha articulada alrededor de la Alianza Popular de Manuel Fraga en medio de la acelerada descomposición del “Centro”.

El gobierno Calvo Sotelo, no obstante, cumplió algunas de las tareas que la burguesía le exigía antes de desaparecer. A finales de 1981 impuso la entrada en la OTAN como parte del proceso de plena integración de España en el orden capitalista occidental y europeo. Poco después, al calor de la presión reaccionaria cuya máxima expresión había sido la intentona golpista, aprobó la LOAPA, una ley que laminaba las competencias de las autonomías.

La represión policial y las conspiraciones reaccionarias y fascistas no disminuyeron y nuevamente la actitud de los dirigentes de la izquierda institucional fue la de llamar a la calma frente a los ataques fascistas y los crímenes de las fuerzas represivas, envalentonados ante esa pasividad. Presos de ETA como Joseba Arregi murieron por torturas de la policía. En mayo del 81 la guardia civil asesinó impunemente a tres jóvenes en Almería. En marzo del 82, asesinó a dos jornaleros en Cádiz. En el juicio del 23-F la justicia militar, con la complicidad del gobierno, sólo emitió condenas severas para los principales inculpados –Armada, Milans del Bosch y Tejero—, que diez años más tarde estaban en libertad o en régimen abierto. A los pocos meses del juicio, cien oficiales del ejército y de la Guardia Civil hicieron público un manifiesto de solidaridad con los golpistas. En octubre del 82, en plena campaña electoral, fue descubierta otra conspiración golpista para el día anterior de las elecciones.

El triunfo electoral del PSOE en octubre de 1982 y la integración europea

La desintegración de la UCD mostraba el desgaste de la opción política, surgida de las entrañas del propio franquismo, que había recibido el respaldo mayoritario de la burguesía española para dirigir el difícil tránsito de la dictadura franquista al règimen monárquico.

La bancarrota de la UCD reflejaba un proceso de polarización social. El triunfo del PSOE se volvía ya inevitable. Tras años de crisis económica y sucesivas derrotas de la clase trabajadora en ese terreno, esa perspectiva electoral alimentó fuertes esperanzas de cambio entre los trabajadores.

El PCE, por su parte, vio acentuarse su declive electoral, pagando con una profunda crisis su decisiva contribución a la burguesía. Su constante giro a la derecha, que tomó cuerpo en el llamado eurocomunismo[50], lo sumió en una crisis permanente con expulsiones, escisiones y abandono masivo de militantes desengañados.

La victoria electoral del PSOE el 28 de octubre de 1982 fue aplastante, con más de diez millones de votos y una amplísima mayoría parlamentaria de 202 diputados sobre 350. La socialdemocracia volvía al gobierno, cincuenta años después, por la vía parlamentaria. La constitución del Gobierno Felipe González vino a constituir el cierre de la Transición y el inicio de una nueva etapa en la historia reciente. En los años siguientes, el gobierno del PSOE volvería a mostrarse como el gobierno de la burguesía y del rey, dispuesto a imponer los planes más duros, explotando la confianza que en ellos depositaban las masas trabajadoras y frustrando sus anhelos.

Sólo una organización con ese grado de influencia podía desatar la durísima ofensiva contra los trabajadores que representó la reconversión industrial de sectores económicos hasta entonces decisivos, como lo altos hornos y los astilleros navales, con una alto grado de organización y combatividad obrera. La fuerte derrota sufrida por los trabajadores (facilitada por el papel de la burocracia sindical, que mantuvo aisladas las movilizaciones de respuesta, y por las altas indemnizaciones y prejubilaciones concedidas) puso la puntilla al ascenso que se había abierto con la agonía del franquismo y despejó de manera definitiva, de la mano de una fuerte ofensiva neoliberal, el camino de la integración europea del capitalismo español, cumpliendo los designios de la burguesía.

Algunas conclusiones mirando al futuro

Las revoluciones se dan en circunstancias históricas excepcionales en que los trabajadores y oprimidos irrumpen por millones a la vida política, los aparatos del estado capitalista se desmoronan y se plantea el gran problema de quién debe mandar en la sociedad: el problema del poder. En el Estado español se daban los ingredientes para que pudiera desencadenarse un proceso revolucionario: un régimen en crisis terminal, una burguesía desconcertada y dividida y un desbordante movimiento obrero y popular, consciente de su poder y de la debilidad del enemigo. Si en el Estado Español no se derrocó al franquismo y se puso en marcha una revolución fue porque el movimiento resultó traicionado y porque los revolucionarios no tuvimos suficiente fuerza para neutralizar la traición.

La sublevación militar-fascista de 1936 fue el instrumento de la burguesía española para aplastar el proceso revolucionario que las masas trabajadoras habían ido labrando desde la instauración de la II República, combinando sus reivindicaciones más elementales, las demandas democráticas y las socialistas. El franquismo salvó a la burguesía española mediante el exterminio del movimiento obrero organizado y la superexplotación de la clase trabajadora. Pero no resolvió ninguno de los problemas históricos del capitalismo español. Todas las viejas reivindicaciones democráticas que la burguesía había sido históricamente incapaz de resolver (forma de Estado, autodeterminación de las nacionalidades, reforma agraria, separación Iglesia-Estado), que el franquismo ahogó en sangre y represión durante 40 años, volvieron a aflorar durante el declive y la descomposición del régimen.

Tres décadas después de aprobarse la Constitución monárquica de 1978, el régimen surgido de de la reforma pactada del franquismo muestra su podredumbre. Tras el final abrupto de 14 años de “milagro español”, lo que ofrece el capitalismo español y su régimen son corrupción, paro masivo, desigualdad social, empobrecimiento de millones de hombres y mujeres, impunidad para los poderosos y falta de futuro para la juventud. Las proclamas sociales de la Constitución, como el derecho al trabajo o la vivienda, han demostrado ser puro papel mojado, mientras las viejas tareas democráticas, comenzando por el derecho de las nacionalidades oprimidas a su autodeterminación, reclaman toda su vigencia.

Vivimos momentos difíciles, aplastados por la crisis y por la enorme dificultad de organizar la respuesta, ahogada por una burocracia sindical privilegiada entregada al capital y al régimen monárquico y trabada por el tremendo retraso en la reorganización de la izquierda sindical y política. El resurgimiento del movimiento que ha de acabar con el régimen y con el capitalismo deberá pasar cuentas por la traición de la Transición y, para ello, sacar las lecciones de este período fundamental de nuestra historia reciente. Sin ello, no lograremos construir la dirección revolucionaria necesaria para triunfar.

Barcelona, septiembre de 2008

[1]

El movimiento pasó de 171.000 jornadas de huelga entre 1964-1966 a 1.548.000 en el período 1973-75.Entre los años 1976-1978 alcanzó la espectacular cifra de 13.240.000 jornadas de huelga, casi 10 veces más que en los dos años anteriores.

[2] La CNS, también llamada Sindicato Vertical, era el sindicato del régimen. Manejado por funcionarios falangistas, se integraba en el aparato de Estado y tenía como misión controlar a la clase trabajadora e impedir cualquier desarrollo sindical independiente. La afiliación de los trabajadores era obligatoria y de ella formaban parte patronos y obreros. Durante mucho tiempo, los representantes de los trabajadores en las empresas, llamados enlaces o jurados, fueron seleccionados por los funcionarios verticalistas, de acuerdo con los patronos, entre los trabajadores más reaccionarios y más dóciles.

[3] Muchos obreros murieron por disparos de la policía, se produjeron numerosísimas detenciones, encarcelamientos y despidos por participar en huelgas, reuniones ilegales o manifestaciones. La represión alcanzó en 1972 a la dirección de CCOO con Marcelino Camacho al frente, cuyos integrantes fueron juzgados y condenados en el llamado Proceso 1001, en medio de un amplio movimiento internacional de solidaridad exigiendo su libertad y el fin de la dictadura.

[4] Aunque un sector minoritario de la clase dominante y de los aparatos de estado del franquismo, con un papel relevante en sectores de la jerarquía militar, se oponían sin embargo a cualquier cambio. Eran los llamados “ultras”.

[5] La Europa capitalista y occidental del momento, con Alemania y Francia a la cabeza, era un espacio económico vital para los negocios de gran parte del capital español, que aspiraba a ingresar en la Comunidad Económica Europea y que tenía estrechos lazos económicos con esos imperialismos que, junto al norteamericano, habían realizado importantes inversiones productivas en España a partir de mediados de los años 50 (automoción, industria química…), aprovechando las altas tasas de ganancia que obtenían explotando una mano de obra sensiblemente más barata y sin derechos. La caída de los regímenes bonapartistas dictatoriales de Portugal y Grecia, especialmente del primero, hicieron ver a esos imperialismos la necesidad de una “apertura democrática” del régimen dictatorial para prevenir un estallido revolucionario.

[6] La revolución portuguesa iniciada el 25 de abril de 1974 con la rebelión de sectores del ejército en los cuarteles y de los trabajadores en las calles derribó la dictadura salazarista y dio paso a una situación revolucionaria que puso a la orden del día el problema del poder, con la clase trabajadora empezando a construir organismos de doble poder en los centros de trabajo y los barrios. Sin embargo, la acción combinada de las principales organizaciones de la izquierda portuguesa, especialmente del Partido Comunista (aliado al Movimiento de las Fuerzas Armadas –MFA-) y del Partido Socialista (defensor de una salida parlamentaria “clásica”) permitió la reconstrucción del Estado y la continuidad del orden capitalista.

[7] La UGT, como el PSOE, jugaron un papel muy secundario durante la lucha antifranquista. Fue en la Transición con el apoyo de la socialdemocracia internacional (especialmente de la alemana y de los petrodólares venezolanos de Carlos Andrés Pérez) y con la colaboración de sectores reformistas del franquismo (que veían en ellos la posibilidad de limitar la aplastante hegemonía del PCE y CCOO en el movimiento obrero) que recuperar aron su histórica ascendencia sobre la clase trabajadora española.

[8] El PCE era al final de la dictadura el partido más implantado y, con diferencia, el más influyente en el movimiento obrero, agrupando a una parte mayoritaria de los activistas. Su papel dirigente en CCOO le aseguraba el control sobre los sectores más importantes de la clase obrera y le permitía crecer en militancia e influencia. Esta implantación en los centros de trabajo se combinaba con su inserción en los barrios obreros a través de las Asociaciones de Vecinos. El PCE contaba con una valerosa columna vertebral de cuadros y militantes abnegados que consideraban el “partido” como la razón vital de su existencia y a sus jefes como a un verdadero dios. Muchos de ellos sufrieron encarcelamientos, torturas y cayeron víctimas de la represión.

[9] Ya en la inmediata posguerra, en 1942, Carrillo proponía una “monarquía parlamentaria” para España, de la mano de D. Juan, el padre de Juan Carlos. En 1956 la dirección del PCE llamaba solemnemente a la “reconciliación nacional” con el régimen franquista, ofreciendo sus servicios a los católicos y monárquicos disidentes para una “restauración pacífica del parlamentarismo”.

[10] En Catalunya ya en 1971 se había constituido la interclasista Assemblea de Catalunya, resultado de reuniones preparatorias entre representantes del PSUC, las diferentes familias socialistas y CCOO, con la oposición burguesa catalanista y liberal. El 7 de noviembre, unos 300 delegados se reunieron secretamente en Barcelona en el acto constituyente.

[11] En Madrid estallaron huelgas en el metal, metro, correos, telefónica, Renfe y cientos de empresa del cinturón industrial. El gobierno militarizó el metro y correos.

[12] Sólo en el mes de enero se “perdieron” 21 millones de horas trabajo por huelgas en el todo el Estado.

[13] Las principales reivindicaciones eran: subida salarial de 5.000 pesetas lineales que rompían los topes salariales del gobierno, jornada semanal de 40 horas y jubilación a los 60 años con el 100% del salario.

[14] El entonces ministro del gobierno José María de Areilza, conde de Motrico, escribió en su diario por aquellas fechas: “O acabamos en golpe de Estado. O la marea revolucionaria acaba con todo” (Memorias de la Transición).

[15] Como ocurre en las situaciones revolucionarias o prerrevolucionarias, la tropa amenaza con rebelarse y los otros cuerpos represivos como la policía y la guardia civil empezaban a dividirse. El surgimiento en 1974 de la Unión Militar Democrática entre sectores de la oficialidad del ejército mostraba la división en el seno de la propia oficialidad.

[16] El cinturón industrial de Madrid volvió a estar prácticamente paralizado durante el mes de junio. El reguero de huelgas y movilizaciones se extendió prácticamente a todos los sectores laborales del Estado: metal, transportes, construcción, enseñantes, sanidad, jornaleros y pescadores andaluces…

[17] “Los blancos de los neonazis revelaban cuál era su función en la crisis continuada del régimen. Asimismo ayudaban a explicar por qué las fuerzas del orden cerraban los ojos continuamente. Los comandos ultras llevaban a cabo lo que un estado que pretendía ingresar en el Mercado Común Europeo no podía hacer por sí mismo sin ponerse en situaciones delicadas”. (Paul Preston, La agonía del Franquismo”).

[18] Los asesinos nunca fueron juzgados y más tarde se supo que miembros del propio gobierno los habían financiado y que estaban implicados sectores militares y policiales. Como en los hechos de Vitoria, Fraga, que por aquel entonces profirió la célebre frase “la calle es mía”, continuaba siendo el Ministro de Gobernación.

[19] Preston hace la siguiente caracterización: “con un gobierno formado por elementos ligados a los sectores más progresistas del capitalismo español, Suárez decidió rápidamente establecer planes para una democratización más profunda” “La principal ventaja de Suárz era que, como antiguo secretario general del Movimiento, podría ser capaz (…) de utilizar al sistema contra sí mismo” (Paul Preston, La agonía del Franquismo).

[20] En Euskadi se convocaron dos huelgas generales en septiembre.

[21] El balance sangriento y represivo del primer aniversario de la monarquía fue de 30 trabajadores y jóvenes asesinados por la policía y las bandas fascistas, además de cientos heridos y varios miles de detenidos.

[22] Esta cifra representó la mayor movilización obrera desde la época de la República, a pesar de haber sido convocada pocos días antes del 12 de noviembre, de manera que la convocatoria llegó a las bases sin tiempo material de preparación. También se movilizaron por esas fechas los autobuses urbanos de Madrid y los trabajadores de la enseñanza.

[23] Antes, el 8 de septiembre, Suárez había presentado el proyecto ante un grupo de oficiales de alta graduación pidiéndoles su “apoyo patriótico”. Suárez gozaba del apoyo del rey por lo que sus planes fueron aceptados por los militares, que insistieron en que el PCE debía ser excluido de cualquier futura reforma. El vicepresidente para Asuntos de la Defensa, general Díaz de Mendívil, dimitió en desacuerdo con el proyecto, bajo rumores de golpe de estado.

[24] El PCE ya había renunciado en aquel entonces a la “ruptura democrática” con el régimen franquista y aceptaba la “ruptura pactada”. Ahora se trataba para él de alcanzar un acuerdo con el gobierno Suárez con el fin de lograr la formación de un gobierno provisional parecido al del Pacto de San Sebastián de 1930, que preparase elecciones libres para formar unas Cortes constituyentes, pero sin entrar en confrontación abierta con las instituciones estatales franquistas.

[25] El PSOE era un partido minoritario con unos pocos miles de militantes a la muerte de Franco. En 1972 se había producido una escisión con los socialistas del exilio (los “históricos”) que colocó al partido formalmente más a la izquierda, de manera que se presentaba como una fuerza a la izquierda del PCE carrillista. En el Congreso de Suresnes de 1974, el nuevo PSOE recibió el reconocimiento formal de la Internacional Socialista, dirigida por la socialdemocracia alemana, que fue preparando al partido, junto a la nueva dirección de Felipe González, para “asumir sus responsabilidades” ante la agonía del franquismo..

[26] Blas Piñar representaba la resistencia del aparato franquista a cualquier cambio. Estos sectores eran conocidos como el “búnquer” por su inmovilismo. Reflejando el sentimiento de este sector del franquismo, Luis María Ansón arremetía en ABC contra los sectores franquistas partidarios de la “reforma”: “Las ratas están abandonando el barco del régimen (…). La cobardía de la clase gobernante española es realmente vergonzosa (…), ya se ha llegado al sálvese quien pueda, a la rendición incondicional”.

[27] El XXVII Congreso del PSOE aún recogía el objetivo de “la superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora”y derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas. Pero en el terreno práctico, resolvió presentarse a las elecciones previstas por Suárez para los meses siguientes, a pesar de que no estuviera legalizado el PCE y los otros partidos de izquierda y nacionalistas y de que iban a ser convocadas por un gobierno antidemocrático. Con ello aceptaban como legítima la reforma propuesta por el aparato y el “rey franquista” (“No al rey impuesto” y “no al rey franquista” habían sido consignas habituales de oposición al rey en la prensa de los partidos de izquierda a la muerte de Franco).

[28] Durante la transición fueron una constante las acciones armadas y secuestros por parte de grupos armados de izquierda como el GRAPO o el FRAP, sin que deba excluirse la infiltración de agentes provocadores del régimen. Se sabe con certeza, por ejemplo, que el atentado de la sala de fiestas Scala de Barcelona en enero del 78 fue un montaje policial, con altas responsabilidades en el aparato estatal (Martín Villa), que supuso un durísimo golpe para una CNT que intentaba reconstruirse en medio de agudas pugnas internas,.

[29] Con ello se daba mayor representación a las zonas menos pobladas en detrimento de las grandes zonas urbanas de composición mayoritariamente obrera, al tiempo que se creaba un filtro conservador permanente a las iniciativas legislativas procedentes del Congreso.

[30] La ley establecía que “quedan amnistiados… todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado… realizados con anterioridad al 15 de diciembre de 1976”, “quedan comprendidos en la amnistía los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público…”.

[31] La ley de Relaciones Laborales de  abril de 1976, aprobada en el momento de mayor crisis política del régimen, debió reconocer el  mayor  nivel conocido de garantías de derechos conquistados por los trabajadores: la decisión de reincorporarse al puesto de trabajo en caso de despido improcedente quedaba en manos del trabajador y la indemnización por despido era de  60 días por año trabajado, con un tope de 60 mensualidades y un mínimo de seis. Seis meses después, bajo presión patronal, el gobierno Suárez suspendió en octubre el artículo 35 de la ley, eliminando la readmisión obligatoria en caso de despido improcedente y reduciendo las indemnizaciones. En marzo del 77 el gobierno aprobó un decreto que es, de hecho, la primera contrarreforma laboral: consagraba la supresión del artículo 35 e instauraba el despido objetivo individual y la reestructuración de plantillas. Como contrapartida, se reconocían por primera el derecho de huelga (y el cierre patronal) y la protección de la actividad sindical de los trabajadores.

[32]Los Pactos de la Moncloa establecieron que los incrementos salariales pasarían a calcularse según la inflación prevista por el gobierno y no en función del IPC real del año anterior, como se venía haciendo hasta entonces. En el caso concreto de los topes salariales para 1978, la inflación del año anterior era del 26’4%. No obstante, como el Gobierno tenía prevista una inflación del 20%, los salarios no podían superar este porcentaje en más de dos puntos, por deslizamientos de antigüedad y aumentos de categoría. Es decir, que los trabajadores debían aceptar resignadamente la pérdida del 6’4% de su poder adquisitivo para llenar los bolsillos de sus patronos. La aplicación de este criterio desde entonces, con una inflación decreciente (desde el 26,4% en 1977 hasta los niveles que oscilan del 2% al 4% en los últimos años) ha supuesto un expolio de los salarios en beneficio del capital y arroja una pérdida de un 20% del poder adquisitivo de los salarios en los últimos 25 años.

[33] Carrillo afirmaba que “con estas medidas, en 18 meses acabaremos con la crisis”. La realidad, sin embargo, fue que al cabo de ese tiempo el paro superaba el millón y medio de trabajadores y el poder adquisitivo de los salarios se había reducido en más del 10%.

[34] En esta época se empezó a consolidar la incipiente burocracia de los sindicatos como aparatos de poder dispuestos a impedir cualquier disensión seria que amenazara sus privilegios. A raíz de la aceptación de los Pactos de la Moncloa se generó un amplio movimiento interno de oposición en CCOO que acabó en muchos casos con expulsiones de dirigentes y secciones sindicales enteras.

[35] La reivindicación de autonomía para Andalucía no se relacionaba tanto con un sentimiento nacional sino con el repudio a la marginación económica y social andaluza y con las demandas sociales más sentidas: reforma agraria, regreso de los inmigrantes, acabar con el analfabetismo y el paro.

[36] El número de trabajadores que hicieron huelga en 1978 fue de 3’8 millones, el 32% de los asalariados.

[37] El número de huelguistas fue de 5’7 millones, casi el 60% del total de asalariados, a razón de 171 horas de trabajo por cada huelguista.

[38] La estructura de poder municipal franquista se mantuvo hasta esa fecha. La corrupción y el despilfarro, junto a la degradación y marginación de los barrios obreros, habían forjado en la última etapa del franquismo, bajo el impulso de los partidos de izquierda, con especial protagonismo del PCE, un movimiento vecinal con un fuerte arraigo social, organizado en Asociaciones de Vecinos, que constituían auténticos órganos de poder popular donde muchas mujeres trabajadoras jugaron un importante papel.

[39] La indemnización por despido improcedente pasaba de 60 días por año trabajado con un tope de 5 anualidades a 45 días con un máximo de 3 anualidades y media, se reforzaba el poder empresarial mediante las movilidad funcional y geográfica, la flexibilidad de horarios y calendario, se afirmba el poder absoluto del empresario en la organización del trabajo…, además de no regular a algunos colectivos laborales como los empleados públicos, empleadas de hogar…

[40] En la etapa final del franquismo y los primeros años de la transición el movimiento estudiantil tuvo un gran protagonismo. La agitación en las universidades españolas venía de lejos. De hecho había sido intermitente desde 1956 y prácticamente endémica desde 1962. A partir de 1968 la situación de crisis había alcanzado un punto tal que la ocupación policial de los campus universitarios era casi permanente.

[41] El País describía así la situación el 11 de diciembre de 1979: “Por primera vez, posiblemente, desde la restauración de la vida democrática de España, fuertes conflictos afloran a la calle por una vía absolutamente ajena al parlamentarismo o a la legalidad vigente. Viejos gritos, tantas veces escuchados en este país durante décadas, como “Dimisión del gobernador civil”, “No a las medidas represivas” o “Fuera policía”, son coreados estos días por los estudiantes madrileños. La tensión recuerda la conflictividad habitual universitaria en tiempos del franquismo”.

[42]Yolanda militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), antecesor del PRT y miembro de la Liga Internacional de Trabajadores (LITci).

[43] La economía crecía un 0’5%, la inflación era del 16% y el paro se situó en el 20% de la población activa.

[44] Una rama de la organización, la político-militar (los “polimilis”) acabó más tarde abandonando la lucha armada y transformándose en partido político (Euskadiko Eskerra), integrándose en el marco institucional y acabando años más tarde en el seno del PSOE. Anteriormente, a primeros de los 70 se había dado la ruptura de ETA VI Asamblea, que abandonó la estrategia de la lucha armada, aunque en este caso para acercarse al trotskismo, dando lugar al congreso de unificación LCR-ETAVI en diciembre de 1973.

[45] En el período 1978-81 los muertos por atentados de ETA fueron 265, mientras que en el período 74-76 había sido de 63.

[46] La historia de la Transición es también la historia de intentonas golpistas frustradas, rumoreadas o imaginadas. Los rumores fueron constantes y el “ruido de sables” se convirtió en el gran argumento de los jefes del PCE y del PSOE para llamar a la moderación y la calma y justificar su colaboración con la burguesía y los franquistas “reformistas”. La principal operación golpista previa al 23-F fue la “Operación Galaxia”, descubierta en 1978 y en la que participaron, entre otros, oficiales ultraderechistas como Tejero y Saenz de Ynestrillas, que después tomarían parte en el 23-F.

[47] Posteriormente se supo que unos días antes del golpe se había producido una entrevista entre el general Armada y el dirigente del PSOE Enrique Múgica, donde éste último se mostraba partidario de un “gobierno fuerte” de “salvación” que incluyera a miembros del PSOE, UCD (y del propio PCE). Declaraciones a favor de un gobierno de “concentración nacional” habían sido hechas también por Felipe González y el propio Santiago Carrillo se mostraba “comprensivo” ante esta posibilidad.

[48] Ha habido intentos de justificar este retraso argumentando que la televisión estuvo ocupada por los sublevados hasta primeras horas de la noche, olvidando que el palacio de la Zarzuela tiene su propia estructura autónoma de televisión.

[49] La inflación era en esos momentos del 15%. La peseta había sufrido una nueva devaluación y el déficit público rondaba el billón de pesetas. El desempleo seguía creciendo y por primera vez había superado los dos millones de parados. A pesar de que los salarios reales habían seguido disminuyendo y el gobierno había firmado un nuevo pacto social (el Acuerdo Nacional para el Empleo), la burguesía había perdido definitivamente la confianza en la fragmentada UCD como instrumento útil para sus planes.

[50] El eurocomunismo fue la versión final del estalinismo en Europa Occidental, que protagonizaron los PC de Francia, Italia y España. Con él, estas organizaciones se alejaban oficialmente de la doctrina de la URSS, abandonaban viejas referencias formales como la Dictadura del Proletariado , adoptaban sin ambages la ideología y el programa al parlamentarismo burgués y se sometían expresamente a las exigencias fundamentales de sus respectivas burguesías nacionales. Con ello no hacían otra cosa que ajustar plenamente sus planteamientos teóricos a la práctica de colaboración de clases de décadas, tomando oficial y resueltamente un camino reformista nacional.