Hoy los trabajadores del mundo entero están frente un duro hecho: todos los gobiernos– sean autoritarios o “democráticos”: de derecha o de extrema derecha; de “izquierda” o de “extrema izquierda” como Syriza en Grecia–,todos ellos efectuaron o efectúan reformas similares contra los trabajadores a favor del capital.

Por: I. Razin

Es un hecho que no tiene ninguna excepción.

Antes de todo, esta realidad, por sí sola, deja muy poco espacio para las ilusiones sobre la posibilidad de reformas progresistas sin cambios drásticos de la sociedad. Más aún, asistimos a la verdadera cadena de bancarrotas de los proyectos reformistas, como el del PT en el Brasil, el chavismo en Venezuela, o Syriza en Grecia.

Segundo, esta situación debe tener aparentemente una razón muy profunda que hoy hace imposibles las reformas progresistas y que, por el contrario, empuja hacia adelante la degradación económica, social, cultural y moral de la sociedad.

Pero cuanto más clara es esta realidad, cuanto peor es la situación de la gente humilde y cuanto más son implicados en esto los gobiernos “de izquierda”, de parte del reformismo suenan con mayor fuerza las promesas de las reformas progresistas sin cambiar el orden social existente, en particular en la perspectiva de las elecciones.

Nos proponemos en este artículo ver por qué ABSOLUTAMENTE TODAS estas promesas de ajustar y equilibrar el capitalismo son irrealizables y en la práctica, cuando los reformistas llegan al gobierno, se convierten en su opuesto, es decir, en la continuación de las reformas reaccionarias contra los trabajadores.

El problema es que el capitalismo ha cambiado desde la época en que comenzó. El capitalismo, como sistema económico, tiene fuerzas motrices para su desarrollo. Durante trescientos años, hasta el siglo XX, estas ayudaban a desarrollar la sociedad, permitían el crecimiento de sus riquezas y junto con el enriquecimiento de los capitalistas creaban espacio para un mejoramiento de la situación de los trabajadores a través de las reformas progresistas (claro, no automáticamente sino bajo la presión de la lucha implacable de la clase obrera). Pero hacia el fin del siglo XIX, estas fuerzas se agotaron.

¿Cuáles eran estas fuerzas motrices y por qué se agotaron?

Competencia. En el amanecer del capitalismo, el centro de la economía eran los productores independientes que competían entre ellos y, a través de esta competencia, se perfeccionaban y aumentaban su eficiencia. Pero este proceso tenía como consecuencia inevitable la absorción de un capital por el otro, más eficaz (por ejemplo, por el más grande). Eso significó la concentración progresiva del capital. Como resultado, hacia principios del siglo XX el capitalismo se transformó de sociedad de muchos pequeños productores independientes en sociedad de la dominación de los monopolios, y, más aún, plasmados con su Estado. El monopolio ya no tiene necesidad de desarrollarse como cuestión de vida o de muerte y perfecciona antes que todo los mecanismos de “ordeñe” de toda la sociedad dependiente él. La tendencia a la competencia se mantiene, pero solo en las fisuras de la estructura monopólica y en situación de sometimiento, y se manifiesta también en los enfrentamientos entre los Estados que defienden sus monopolios con todos los métodos, hasta con guerras mundiales.

Eso significa que en el proceso del desarrollo del capitalismo la competencia iba declinando y degenerando en el monopolismo. Es decir, esa fuerza motriz entra en decadencia.

Carácter productivo. En el capitalismo naciente, el centro de la economía residía en la producción real. La clase capitalista tenía capital y ganaba dinero a través de su inversión en la producción. Pero la acumulación de los lucros (de dinero) empujaba el desarrollo de la actividad de prestación, es decir, de la actividad bancaria que entregaba los préstamos a los capitalistas industriales, haciéndolos cada vez más dependientes. Así, el desarrollo del capitalismo industrial se acompañaba con el crecimiento de la dependencia de la producción frente a los bancos, y hacia principios del siglo XX, la producción se convirtió en el apéndice de los bancos que no producen nada y obtienen ganancias rentistas, es decir, parasitarias. Hoy el funcionamiento de cualquier compañía incluso del “sector real” está orientado al objetivo del aumento del precio de sus acciones en las bolsas financieras, con el despegue de los precios de las acciones de los activos reales, con el florecimiento del capital ficticio y con el peso creciente de los especuladores bursátiles. Es decir, la tendencia productiva del capitalismo, que lo había hecho antes modo de producción progresivo, en el proceso de su desarrollo iba deprimiéndose por la tendencia financiera parasitaria, donde el dinero se hace no sobre la base de la producción sino sobre la base del dinero. La tendencia productiva se mantiene. Como es la única fuente de la riqueza real, ella se manifiesta en las explosiones de las burbujas bursátiles. Pero está completamente dentro de la estructura financiera parasitaria global de la economía del capitalismo actual. Es decir, esta fuerza motriz del capitalismo también entra en decadencia.

Incorporación de nuevos territorios. Para el joven capitalismo europeo existían en el mundo los territorios “libres”, con la incorporación de los cuales las compañías de las potencias capitalistas podían obtener nuevos mercados, fuentes de materias primas y mano de obra. Pero cuando todos los territorios “libres” fueron colonizados, esta posibilidad se agotó también. La tendencia colonial del capitalismo se manifestó como la lucha mortal de los Estados más fuertes por la redistribución de las colonias (de cual vinieron dos guerras mundiales) y como el ahogamiento de los países más débiles (por ejemplo, a través de la deuda externa). Es decir, la tendencia del involucramiento de nuevos territorios, después de su entrada en el sistema capitalista, se manifestó como devoración por él de sus propias partes.

En resumen, el capitalismo productivo en expansión, de productores competentes, evolucionó hacia el capitalismo financiero monopolista, parasitario y autodevorador.

Hoy, la encarnación del capitalismo no es para nada un dueño abnegado, llevado por una ética protestante, que creó su producción, que vive al lado de la fábrica y piensa tensamente sobre su desarrollo, sino un rentista hereditario depravado que corta los cupones de las especulaciones financieras viviendo en su villa de su isla bonita y pensando cuál país o cuál sector obrero puede hundir para mantener sus lucros; incluso, sobre esta última tarea en verdad no piensa, que lo hagan en su lugar los especialistas seleccionados y contratados: los gobiernos burgueses.

El mecanismo de esta transformación del capitalismo reside en él mismo. Comparando con el capitalismo joven, el capitalismo de nuestra época es imperialista, es decir, senil y marásmico, y ya no puede garantizar el desarrollo de la sociedad sino, por el contrario, la lleva a la decadencia cada vez mayor para mantener los lucros de un puñado de propietarios de los monopolios que constituyen decenas o centenas de personas sobre el fondo de los 7.5 mil millones de habitantes del planeta. El diagnóstico de la decadencia del capitalismo como sistema de producción no es un cliché del discurso sino el resultado del análisis científico de la sociedad. Este análisis, en forma lógicamente acabada, fue efectuado por Lenin en su teoría del imperialismo (“Imperialismo como la última etapa del desarrollo del capitalismo” [Imperialismo, fase superior del capitalismo]).

En esta situación de decadencia del capitalismo imperialista no hay más bases para un mejoramiento estable de la vida de la gente humilde. Algunas vacilaciones coyunturales son posibles, pero la tendencia general es a la degradación. En el marco del capitalismo, no hay más espacio para reformas progresistas estables. Al contrario, la continuación de la existencia del capitalismo exige contrarreformas que destruyen incluso las conquistas ya obtenidas antes por los trabajadores. Por eso son efectuadas por todos los gobiernos, incluso los “reformistas”, como la socialdemocracia tradicional o Syriza: la incapacidad de los reformistas para romper con el capitalismo les exige efectuar las contrarreformas y atacar a la clase trabajadora. Por eso, en todos los países son iguales las reformas laborales, los cortes de los gastos sociales, la degradación de la educación, de la cultura, etc. Es decir, la decadencia general de la sociedad capitalista y su putrefacción.

Como parte de esa decadencia se dan los ataques contra las libertades democráticas. Estas últimas no entran directamente en el mecanismo capitalista de producción y en este sentido sus cortes son menos imperativos que los ataques de carácter económico. Pero como las libertades democráticas facilitan a los trabajadores su lucha contra las contrarreformas capitalistas, ellas se hacen también el blanco de la burguesía, y lo vemos en todos los países.

Esta decadencia de la sociedad capitalista en su etapa imperialista es la base de la agudización de las crisis, de todas las contradicciones sociales, y de la lucha de las clases. Por eso Lenin caracterizó esta época como “de crisis, guerras y revoluciones”. Es precisamente lo que podemos ver todos los días. No habrá reformas progresistas mientras el capitalismo no sea derribado; habrá solo reformas contra los trabajadores. Las reformas progresistas estables exigen como condición preexistente la liquidación del capitalismo. Y esa es la tarea de la revolución socialista.