Las movilizaciones en cuarenta países contra la suba de los precios agrícolas en productos de primera necesidad, las de los pequeños y medianos propietarios campesinos, que tanto en países como Argentina cómo en la Unión Europea se movilizaron contra la imposición de precios por las multinacionales o de medidas que recortan las rentas agrarias, la sobreproducción de ciertos productos, ligada a la caida de los precios de otras, y la especulación alrededor de ellos, convirtieron en un problema social y político central lo que dio origen a la burguesía como clase dominante, la propiedad de la tierra, y sin embargo, el derecho a la alimentación.

De la misma manera que la explotación de la fuerza de trabajo tiene sus límites expresados en la tendencia decreciente de la tasa de lucro, la expansión de la agricultura capitalista los encuentra en la productividad de la tierra, base de la renta diferencial de la tierra. Se expresa así, de una manera clara y meridiana, que nos encontramos delante de un proceso que avanza hacia una profunda transformación social, que no necesariamente tiene que ser hacia delante. La disyuntiva “socialismo o barbarie” es más actual que nunca.

Los límites a la expansión cuantitativa del capitalismo comienzan a ser objetivos, o lo que es igual, la posibilidad de apertura de nuevos mercados choca frontalmente con el hecho de que en el siglo XXI el único modo de producción, que no coexiste con ninguno otro, es el capitalista.

Mientras a lo largo del siglo XIX el capitalismo se ceñía a Europa y América (norte y sur), aunque conviviera en estas zonas geográficas con los restos del feudalismo (Rusia o Austria) o modos de producción previos (los indios americanos), tenía todo un mundo por conquistar: África!; a lo que se le añadió, en el siglo XX la URSS y después los llamados estados del «socialismo real», que por la vía de la expropiación de la burguesía escapaban de la explotación directa de la fuerza de trabajo.

Con la colonización de África en el siglo XIX y comienzos del XX, y la restauración del capitalismo en el “socialismo real” a finales del XX, el modo de producción capitalista alcanzó hoy un nivel planetario sin combinación con ninguno otro modo. De este modo, la expansión cuantitativa de los mercados llegó su techo: ya no quedan zonas en el mundo para que sean incorporadas al mercado mundial, y por lo tanto, este camino como vía de escape a la crisis económica esta cerrada. Ahora sólo cabe una explotación intensiva, de calidad de las principales fuerzas productivas, el ser humano y la tierra.

En los períodos de crisis y transformación social como la que atravesamos surgen, desde los sectores oprimidos y empobrecidos de la sociedad, alternativas con las que enfrentarla.

La primera conocida de la era del desarrollo capitalista fue la de Robert Owen, quien fundó en 1825 la Comunidad de New Harmony en Indiana, donde trató de llevar la practica sus ideas sobre la organización del trabajo y la distribución de la riqueza, estableciendo el seguro social, bibliotecas, escuelas para niños y adultos, y otras prestaciones para los obreros. Pero el experimento fracasó y tuvo que vender el terreno en 1828, perdiendo con eso una buena parte de su fortuna

Poco tiempo después surgieron los falansterios de Fourier, que serían comunidades rurales autosuficientes, como la base de la transformación social. Los falansterios se crearían por la acción voluntaria de sus miembros, que disponía de tierras para agricultura y para diversas actividades económicas, para viviendas y para una gran casa común. Sólo hubo una experiencia industrial de Jean Baptiste Godin, que cuajó un corto período de tiempo.

Hasta este momento, los filántropos como Godin o los llamados socialistas “utópicos” como Fourier u Owen pretendían transformar las penosas condiciones de trabajo que generaba el capitalismo en su expansión. Son ejemplos más radicales de lo que hacían las sociedades filantrópicas, amortiguar los elementos más duros de un capitalismo en expansión.

Las únicas experiencias que estaban ligadas a este carácter “socialista” de la propuesta, y que “sobrevivieron” hasta ahora fueron los kibbutz creados a partir del llamado “sionismo socialista”, y lo hicieron porque fueron los cimientos del actual estado de Israel. Después de un éxito inicial como experiencias “igualitarias” y “sostenibles” (por utilizar un término actual), están inmersas en un proceso de privatización y de rechazo del “igualitarismo” que les dio origen.

En los comienzos del siglo XX, con la expansión del capitalismo a todo el mundo, el desarrollo del imperialismo y las clases medias urbanas, un sector de la socialdemocracia alemana con E. Berstein a la cabeza, elaboran la teoría de la vía gradual al socialismo, que parte del hecho de que la clase obrera es mayoritaria en la sociedad, y el parlamentarismo le permitirá dominarla. En las palabras de Rosa Luxemburgo, la propuesta de Berstein procuraba llenar el océano de limonada “vertiendo vasos de limonada en el mar”.

La I guerra de 1914, el crack del 29, las dictaduras fascistas y la II guerra, desatadas contra la clase obrera y contra todas las organizaciones que de cualquier manera pudieran paliar las desastrosas condiciones de los trabajadores y los pueblos, dejaron bien claro que tanto las vías gradualistas al socialismo, como los remiendos filantrópicos o las experiencias de “socialismo utópico”, eran eso, utópicos. La burguesía imperialista no admitía la menor margen de maniobra y no dudaba en recurrir a sus dos herramientas más brutales para salir de la crisis que ella había generado, la guerra y el fascismo.

En los 60, tras el boom de la economía mundial de la postguerra, y ante los primeros síntomas de su agotamiento, surgieron los movimientos hippies que, a través de las comunas que se extendieron entre amplios sectores de la juventud occidental, buscaban una alternativa a un sistema que estaba generando guerras como la del Vietnam. El final del movimiento hippie es de todos conocido.

Mientras, en la America Latina, en Asia y en los países del llamado “tercer mundo”, es decir, las colonias del imperialismo se dan un proceso de liberación nacional. Son las guerras de liberación de Argelia, Vietnam, Camboya, Laos, Sáhara, etc., etc. Son los años del auge de las guerrillas en América Latina bajo el influjo de la revolución cubana, que buscan una salida a una crisis de la que se empiezan a ver sus primeros síntomas, y que estallara en el 72 y 73.

Sin querer hacer un balance de las experiencias históricas de una búsqueda de alternativas al sistema desde sectores sociales que no son la clase obrera -sería motivo de un estudio mucho más amplio-, esta relación sólo pretende establecer una primera tesis: no es la primera vez que ante la crisis del capitalismo cada sector social agredido, golpeado y empobrecido procure, por todos los medios, una salida a su situación. Ninguna clase ni sector social desaparece sin resistencia.

La fase imperialista del capitalismo

Nos encontramos en una fase muy concreta del capitalismo imperialista, en su fase de decadencia; en la que el dominio del capital financiero y las grandes multinacionales bate día sí y día también con las fronteras y los estados nacionales, que son un freno a su desarrollo.

Porque esta es la contradicción central en la que nos situamos: el capital es genéticamente internacional, y por lo tanto “odia” las fronteras, los aranceles, los limites a su expansión; pero las burguesías son genéticamente nacionales, y necesitan de las fronteras para proteger sus intereses, bien contra los competidores externos, bien contra lo enemigo interno, la clase obrera y el pueblo.

En esta contradicción permanente, en un período de crisis, las burguesías comienzan por levantar fuertes fronteras nacionales que les protejan de las agresiones externas, de la invasión de capitales más poderosos. Se cierran sobre sí mismas.

La fase imperialista del capitalismo también es la fase en la que el dominio del capital financiero se expresa en el dominio de unas naciones sobre otras, de unos estados sobre otros. El colonialismo directo del siglo XIX es sustituido por la independencia formal, política de los estados, pero su dependencia cada vez más absoluta de las potencias imperialistas, en un proceso inevitable pero no cerrado.

Dicho de otra forma, el capital imperialista en el siglo XX y el XXI domina por intermediación de las burguesías “nacionales”, en una dialéctica constante de lucha y predominio. Las burguesías nacionales fueron reducidas a nivel de dependientes, pero como burguesías que son siempre quieren su parte de la plusvalía extraída a los trabajadores.

Siempre dejan la mejor parte para la potencia imperialista de turno, pero siempre buscan “rapiñar” parte de los lucros imperialistas. De otra manera, no se entendería la aparición constante en las semi colonias de dirigentes populistas (no hay semi colonia en el mundo que no tenga su Peron, su Ghandi, su Chavez o su Sukarno o su Mugabe), que a caballo sobre las aspiraciones reales de las masas, quieren hacerse “socios” del imperialismo, dejando de ser “súbditos”.

Y para eso, recogiendo legítimas aspiraciones de las masas, se sitúan cómo Bonapartes, por encima de las clases sociales, representando a la “nación” frente al “imperio”, que llevan el progreso a la “nación”, y haciendo eje en los aspectos más pequeño burgueses de las aspiraciones de las masas populares, especialmente el campesinado, puesto que la gran burguesía de esos países están absolutamente ligados al imperialismo, y la clase obrera tiende a tener su política independiente.

Política agraria imperialista

Los países imperialistas fomentan su soberanía nacional alimentaria, protegiendo de una manera sistemática su campesinado, que en su mayoría hace años que se convirtió en burguesía.

En la Francia, tras la revolución de 1789, la reforma agraria profunda que se realizó provocó la aparición de una burguesía agraria, en la Gran Bretaña tanto la Revolución de Cronwell como la llamada “gloriosa” revolución -que no fue más que el pacto entre los terratenientes feudales y la nueva burguesía en ascenso- tuvieron como objetivo transformar la producción agrícola feudal en capitalista y sentar las bases para la revolución industrial posterior. En los EE UU, su paso directo al capitalismo se hizo sobre la base de un reparto de las tierras supuestamente vacías del oeste.

En todos los casos, las reformas agrarias permitieron la aparición de un nuevo sector de la burguesía, la agraria, que constituye, con la clase media urbana, la base social de las democracias occidentales. No es por casualidad que lo esencial de los presupuestos de la Unión Europea se vaya a la PAC (Política Agraria Común), a subvencionar la producción agrícola del campesinado europeo.

La PAC absorbe cerca de 50.000 millones de euros anuales, el 50% del presupuesto comunitario, por lo que no es de extrañar que sea en la PAC donde los choques entre las potencias que componen la UE sean de los más duros.

Aunque en Europa el porcentaje de la población en el campo sobre el conjunto sea minoritario, y en países como Gran Bretaña o Alemania no llegue siquiera al 5% de la población, no resta que desde un punto de vista económico, la aportación al PIB es importante, como político y social tengan un peso superior a la poblacional.

La PAC contribuyó al crecimiento económico, garantizando el suministro de una amplia gama de productos alimenticios de calidad intentando que los precios sean razonables. La UE se convirtió en el primero importador y el segundo exportador de productos agrícolas a nivel mundial.

La “soberanía” alimentaria es, en fin, desde el punto de vista imperialista (en Japón se da el mismo proceso, ser la 2º economía del mundo, les permite adoptar medidas de soberanía alimentaria respeto de su producción agraria “estrella”, el arroz), más incluso, con políticas defendiendo a un sector de la producción en detrimento de otros países.

Si esta contradicción se da entre potencias imperialistas como las existentes entre los USA y a la UE acerca del plátano y el banano, son “guerras comerciales”. Si esta contradicción se da entre las potencias imperialistas y las semicolonias, hablamos de lucha de liberación nacional.

Campesinado y liberación nacional

El campesinado como grupo social es la quintaesencia de esa concepción de «nación» por enzima de las clases. Así, cuando se habla del tema, se olvida sistemáticamente que en su seno hay diferenciación de clases. En un informe de la OIT, en el mundo hay mil cien millones de personas en el rural, de los que la mitad son asalariados con rentas y condiciones sociales inferiores a los pequeños propietarios.

Desde un punto de vista simbólico, el campesino no explota a sus empleados, porque normalmente su enfrentamiento con el terrateniente, y ahora la gran multinacional agroalimentaria, ocultan su verdadero carácter de pequeño propietario con una renta, en muchas ocasiones, inferior a la de un obrero industrial.

De esta manera, el campesino, como el pequeño comerciante o el pequeño industrial, se presenta delante de la clase trabajadora como un elemento emprendedor, arriesgado frente al conservatismo de los obreros, que “sólo” defienden su salario, su jornada laboral, mientras ellos generan empleo, son la base social de la “nación”, de su progreso.

En las potencias imperialistas este pequeño o mediano campesino defiende sus intereses, habitualmente a través de partidos de derecha o de extrema derecha, puesto que el cierre de fronteras, impulsado por las mismas multinacionales que saquean el mundo (los USA y la UE son los mercados más cerrados del mundo), se hace sobre la base de subvenciones del estado que abaratan costes y el desarrollo tecnológico permiten producir en unas condiciones mejores que nos países semi coloniales (por ejemplo, productividad agrícola en Suecia multiplica por diez el promedio mundial). La defensa de la “nación” imperialista es la defensa de los intereses imperialistas.

Por el contrario, la debilidad económica, y su dependencia del imperialismo para casi todo, hace que en las semi colonias el campesino pobre no tenga la menor protección, primero de la rapiña de las multinacionales, y segundo, de la competencia de una producción agrícola tecnificada y altamente productiva.

Esto los convierte en la base social de las luchas de la liberación nacional, puesto que cerrarse sobre sí mismos en estas economías protege los mercados nacionales de la invasión “extranjera”, imperialista. Romper con el imperialismo les permitiría una economía autarquica y, poner, según sus ilusiones hacer lo que hicieron los campesinos europeos y norteamericanos hace 200 años, la revolución burguesa que les dio la propiedad de la tierra.

  Soberanía alimentaria y liberación nacional

“La soberanía alimentaria es el DERECHO de los pueblos, de sus Países o Uniones de Estados a definir su política agraria y alimentaria, sin dumping frente a países terceros”

“Hace falta, bajo a égida de las Naciones Unidas, dotar estos intercambios de un nuevo marco… “

De la Declaracion de Vía Campesina sobre la Soberanía Alimentaria.

La pregunta ante esta declaración de intenciones es bien evidente: quien puede garantizar es soberanía, esos derechos de los campesinos y consumidores. La misma declaración contesta: “bajo a égida de las Naciones Unidas”.

Francamente los redactores de la Declaración o son unos ingenuos o son unos canallas. Por que fiarse de la ONU, es decir, el agrupamiento de estados dominados por las potencias imperialistas, donde tres de las más saqueadoras del mundo, los USA, la Gran Bretaña y Francia, tienen derecho de veto en el Consejo de Seguridad, es ponerse en manos de un organismo que, o bien, avala ataques a países semicoloniales o bien con su impotencia, permite que se destruyan otros.

De esta manera convierten en papel mojado las promesas de “soberanía” alimentaria, al llamar a confiar en un organismo imperialista: “la zorra guardando el gallinero”, podría titularse la Declaración.

Al revés de lo que defienden, la soberanía alimentaria, es decir el derecho a definir una politica agraria y alimentaria, sin intrusiones de las multinacionales y las potencias imperialistas sólo se puede lograr rompiendo con los organismos que las representan, con la ONU, con el TLC, con la UE, etc., y avanzando en verdaderas uniones territoriales en pie de igualdad. Federaciones democráticas de estados y naciones que rompan el esquema de dominación imperialista que hay hoy en el mundo.

Este camino sólo tiene un nombre, el de la independencia nacional real del imperialismo. La soberanía alimentaria sólo es concebible en un marco de verdadera soberanía nacional, por eso el primer eje de la lucha por esos derechos debe ser la denuncia y el combate contra los organismos impuestos por las multinacionales, comenzando por la ONU. Justo lo contrario de lo que hace la declaración de Vía Campesina.

Entregar toda la confianza en la ONU es entregarse a los estados que representan a la Monsanto, a Nestle, a Pescanova -no olvidemos que el problema de la tierra es muy semejante al de la explotación de los mares-, es decir, a las multinacionales agroalimentarias, y por ello, contradictorio por el vértice con el terminosoberanía alimentaria, salvo que por ella se entienda la estrecha defensa del derecho del campesino propio a enriquecerse más que los vecinos.

Un ejemplo de esta contradicción en Galicia se produjo con la destrucción de 25 mil litros de leche de ganaderos portugueses, más barata que la gallega; para las organizacions patronales ganaderas gallegas “la soberanía alimentaria” de los ganaderos gallegos es más “soberanía” que la de los portugueses.

El mercado garantía de la soberanía alimentaria y nacional

Como se vio, la soberanía alimentaria (“el DERECHO de los pueblos…”) en los estados imperialistas esta relativamente garantizada y protegida por las normativas tanto internas, como la de la UE a través de la PAC. La soberanía de los estados imperialista garantiza unos mínimos ingresos al campesinado.

Y como se denuncia desde todos los ámbitos, en los estados semicoloniales, esta soberanía no existe. Son los organismos internacionales, desde el FMI hasta la OMC, desde la ONU hasta el BM, los que con sus políticas neoliberales, liberalizadoras, las que imponen las normas por la que se rige el saqueo de la tierra y el mar a nivel mundial.

La burguesía en todas sus revoluciones del siglo XIX procuró extender la propiedad y la producción capitalista a todos los ámbitos de la economía y la sociedad, y por la vía de la reforma agraria a la tierra. En los estados más desarrollados esto se consiguió plenamente. No así en las naciones que por cualquiera motivo no fueron capaces de completar su proceso de independencia nacional, y la reforma agraria, como otras muchas reivindicaciones democráticas, en el mejor de los casos quedaron en medio camino; mas las leyes del mercado capitalista entraron en la producción agraria, se introdujeron y fueron destruyendo todas las formas de producción previas en prácticamente todo el mundo.

Las luchas de liberación nacional de mediados del siglo XX abrieron en muchas naciones la expectativa de la reforma agraria, y así sucedió, por ejemplo, en prácticamente toda América Latina, donde se reprodujeron diversas versiones legales de reforma agraria.

El capital entraba definitivamente en la tierra y la ponía a su servicio, en un proceso agudizado en los últimos años, con la aparición de bio combustibles, las crisis financieras, la búsqueda de alternativas al petróleo, etc., que llevo a fracciones del capital no ligado directamente a la producción agrícola a fuertes inversiones en el campo, terminando con los pocos restos de producción a pequeña escala que existían.

La reforma agraria, en todas sus variantes puras o desvirtuadas, cumplía su papel histórico: había servido para llevar al capitalismo al campo. Y como todo proceso capitalista, actuaron las leyes de este sistema de concentración y centralización de capital.

De la misma manera que el capital en su origen disolvió a los gremios para liberar mano de obra barata y “libre” para ser explotada por los capitalistas, y generó una amplia pequeña burguesía que fue desapareciendo con las fusiones y la aparición del gran capital, en el campo, el reparto de la tierra que supone la reforma agraria sólo es la precondición para la aparición de grandes capitalistas en la producción agraria.

Las leyes de mercado en las que se basa la reforma agraria -división de la propiedad de la tierra- sólo tienen un final, la concentración y la centralización del capital agrario en pocas manos. Es una ley intrínseca al capital, vulgarmente conocida cómo “el pescado grande se come al pequeño”.

La definición de la Soberanía Alimentaria como el derecho de los pueblos a defender su política agraria y alimentaria es contradictoria con la existencia del mercado. Las leyes del mercado “La mano oscura del mercado”, en definición del Adam Smith- son inexorables y automáticas, y no admiten control: sólo garantizan que los capitales mejor invertidos van a tener una rentabilidad superior, y, tarde o temprano expulsan de la producción a los capitales peor invertidos. La concentración y centralización del capital se producirá y los gobiernos legislarán para que este proceso sea más o menos traumático.

La única garantía de una verdadera Soberanía Alimentaria para los pueblos es acabar con las leyes de mercado capitalistas, las mismas que provocaron la desaparición del artesanado, que en los países imperialistas concentraron la producción hasta extremos de monopolio en muchas ocasiones, que saquean la tierra y el mar en la búsqueda constante de inversiones rentables. Son, en fin, las leyes del capitalismo que no garantizan la soberanía de nada, puesto que se basan en la lucha a muerte por el control de la producción y del excedente generado por ella.

Frente a este caos, la concepción de Soberanía defendida actualmente es una vuelta atrás: es una ilusión en que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Una ilusión en el reparto de la tierra, como de la producción, en que “lo pequeño es hermoso”, por utilizar una definición de un economista de los 50/60, elaborada contra la supuesta concepción marxista de que “el grande y colectivo es el mejor”.

En un imitación de las experiencias propuestas en los orígenes del capitalismo para superar los desastres generado por este, las propuestas de control de precios, de proteccionismo, de defensa de derecho a consumir y a producir lo que se quiera, sin cuestionar la esencia anárquica y depredadora del mercado convierte en papel mojado, en un saludo a la bandera para incautos, toda propuesta de Soberanía que no atenten contra las bases mismas del sistema capitalista, contra el mercado y la propiedad privada de los medios de producción.

La única garantía del derecho de los pueblos a una alimentación sana es la de acabar con estas bases, y la propuesta campesina de más propiedad y más mercado sólo conducen en dirección contraria.

¿Quien, entonces, lo puede garantizar?

El derecho a la alimentación sana (que no es el de Soberania Alimentaria), como a la vivienda, a la sanidad o a la educación, es, por decirlo de alguna manera, un “derecho biológico” del ser humano. Son derechos básicos.

De la misma manera que la vivienda no se garantiza con más mercado, de la misma manera que la privatización de la sanidad sólo conduce a convertir la salud en un negocio, de igual manera que la privatización de la educación expulsa de la enseñanza a los más pobres, la privatización de la tierra que supone la reforma agraria sólo conduce la que el derecho a la alimentación quede en manos de los propietarios, grandes o pequeños, de la producción agrícola.

Al ser derechos básicos de la población, y no un negocio, sólo un estado que no este al servicio de los propietarios y del mercado puede caminar en la planificación democrática y racional de la producción. El mercado, sea en el sector que sea, sólo pagada al mejor inversor, al más productivo, no a lo que genera una producción al servicio de las necesidades sociales, sino a lo que produce en las mejores condiciones respeto de sus competidores.

Acabar con este caos en la producción supone acabar con la propiedad privada y planificar en función de los intereses sociales, que es el significado del concepto “socialismo”: el conjunto de la sociedad, con la mayoría asalariada al frente, a través de la planificación democrática de la economía, quien tiene que determinar qué, cuándo y cómo se produce; ningún sector de la sociedad puede imponer al conjunto esas decisiones, y menos, hacerlo en función de la rentabilidad de sus inversiones.