No es fácil resumir en pocas líneas la vida y la obra de Vladimir Ilich Ulianov “Lenin” (22 de abril de 1870- 21 de enero de 1924), líder supremo de la más importante revolución de la historia, la Revolución Rusa. Por décadas, la burocracia estalinista lo convirtió en ídolo oficial, levantó estatuas, construyó un mausoleo como parte del culto a la personalidad –todo lo que Lenin siempre repudió– y propagó una caricatura grotesca respecto de su vida y su obra. Del otro lado, la máquina de propaganda del imperialismo y de la burguesía mundial transformaron a Lenin en un dictador asesino, muchas veces utilizando crímenes cometidos por Stalin para corroborar esa campaña de mentiras.

Pero la sofisticación del pensamiento de Lenin es muy diferente de esa imagen grotesca creada y deformada por el estalinismo y de las calumnias propagadas por el imperialismo. Lenin fue el principal teórico marxista de su época. Su pensamiento y su acción política fueron determinantes para la victoria de la Revolución de Octubre. Su voluminosa obra ofrece una inmensa contribución a la política, la sociología y la historia, a la economía, a las ciencias y a la filosofía, recordando que la mayoría de las veces todos esos campos están sobrepuestos en su pensamiento. Por lo tanto, es lectura obligatoria para cualquier revolucionario que lucha por el socialismo.

La Primera Guerra Mundial

“Lenin” fue el seudónimo creado para protegerse de la larga dictadura zarista, a la cual combatió casi toda su vida. Su vida personal era modesta; incluso después de la toma del poder por los bolcheviques, Lenin vivió en un departamento pequeño y simple que mal lo acomodaba a él, a su compañera, Nadejda Krupskaia, y a su hermana. Le gustaban los gatos, andar en bicicleta, hacer caminatas por las montañas y los bosques, y jugaba bien al ajedrez.

Pero fue como un ajedrecista de la política revolucionaria que Lenin se destacó y entró en la historia. Hasta 1914, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, una catástrofe que sesgó la vida de millones en Europa, Lenin era uno más de los integrantes del ala izquierda socialdemócrata de la Segunda Internacional.

Antes de la guerra, Lenin ya había escrito obras de suma importancia como El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899). Fue en ese periodo que escribió el ¿Qué hacer? (1902), en el cual elaboró y puso en práctica aquello que sería una de sus mayores contribuciones al marxismo: la construcción de un partido revolucionario profesional, basado en el método del centralismo democrático: máxima discusión democrática interna, unidad total en la acción. Un partido organizado y delimitado por un programa. Un partido cuya tarea era incorporar el socialismo en las luchas diarias de los trabajadores, fundir sus luchas y el socialismo, sólidamente implantado en la clase obrera. Un partido para contrastar con la ideología burguesa que domina a los propios trabajadores, como hacen las ideologías del reformismo.

A lo largo de los años, Lenin perfeccionó su elaboración sobre el partido, que continuó en muchos de sus otros textos, como el célebre Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo (1920), en el que discute la actuación de los revolucionarios en sindicatos, en el parlamento, la relación del partido con las masas, y muchos otros temas.

Hasta la guerra, la Segunda Internacional reinaba suprema en el movimiento obrero europeo. Sus partidos, particularmente el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) organizaban sindicatos, publicaban diarios, revistas, y tenían una expresiva bancada en el parlamento del país. Pero los años de acomodación y de luchas por reformas dentro del sistema cobraron su precio. Cuando las principales naciones imperialistas deciden ir al conflicto, arrastrando consigo a millares de obreros que serían convertidos en carne de cañón, la Internacional y sus partidos deciden apoyar el esfuerzo de guerra de sus países –una contravención directa a una resolución anterior, en la cual los partidos socialistas se opondrían al conflicto–. Lenin percibió que la Internacional había traicionado a la clase obrera al colocarse en defensa de los intereses de la burguesía imperialista. Al lado de Rosa Luxemburgo, Trotsky y otros, proclamó que la Internacional estaba muerta para la revolución y que, por lo tanto, sería preciso construir un nuevo partido de la revolución mundial.

Lenin sabía que la guerra llevaría al proletariado a la muerte, la destrucción y la miseria, y por eso intuyó que una ola revolucionaria sacudiría toda Europa después del conflicto. Pero, en aquel momento, él ni imaginaba que su país ocuparía el centro de ese proceso revolucionario. Y ciertamente, llamaría de loco a cualquiera que dijese que en algunos años él mismo se tornaría el jefe del gobierno revolucionario en Rusia y el principal animador de la revolución mundial.

Lenin siempre dejó claro la influencia que eminentes dirigentes teóricos y políticos socialdemócratas tenían sobre él. Uno de ellos fue Plejánov, considerado el padre del marxismo ruso, de cuya concepción filosófica del materialismo Lenin era tributario. Tal influencia continuaría incluso después de su ruptura con Plejánov en 1903, como se lee e el libro Materialismo y Empiriocriticismo (1908), dedicado a la defensa del materialismo en el campo de las ciencias y de la filosofía.

Pero ningún otro ejercería tanta influencia como el alemán Karl Kautsky, considerado la mayor autoridad marxista de la época, a quien Lenin llamó de “maestro”. Con frecuencia utilizaba los artículos de Kautsky para mostrar cuánto él estaba próximo del programa bolchevique. Pero, ¿cuál era ese programa, al final? Para responder, vamos a ver brevemente cómo era la Rusia de esa época.

El carácter de la revolución en Rusia

Último régimen absolutista de Europa, Rusia era un inmenso imperio decadente, donde 90% de la población (150 millones en total) vivía en el campo. No obstante, entre 40 y 50% de los campesinos sacaban de la tierra menos de lo que necesitaban para sobrevivir. Había, también, una burguesía débil que dependía del Estado tirano y opresor.

La abrumadora mayoría de los marxistas de la época imaginaba que la revolución en Rusia tendría un carácter burgués, es decir, barrería el régimen absolutista, instauraría un régimen democrático parlamentario, y permitiría el desarrollo económico y social del capitalismo y de sus relaciones de producción. En esa época, Lenin no opinaba muy diferente de esa fórmula de desarrollo del proceso revolucionario.

A partir de la derrota de la Revolución Rusa de 1905, los debates entre los marxistas se intensificaron. Aunque la Socialdemocracia rusa ya estuviese dividida entre mencheviques y bolcheviques, en razón de la forma como los partidos deberían organizarse, ambas organizaciones tenían opiniones próximas sobre el carácter de la revolución.

Lenin sostenía en su partido que la lucha contra la monarquía tenía por objetivo la instauración de un gobierno republicano que barriese los trazos de feudalismo en el país, hiciese la reforma agraria, y instituyese la jornada de ocho horas en las fábricas. Por lo tanto, la revolución rusa no tendría un carácter socialista sino democrático, como habían sido las revoluciones burguesas del siglo XIX.

Con todo, a diferencia del ala moderada menchevique, Lenin no creía que la burguesía rusa pudiese dirigir su propia revolución, pues era débil y vivía a la sombra de la monarquía. Por eso, defendía que la firme actuación y la colaboración mutua entre el proletariado y el campesinado eran indispensables. Estos dos sectores formarían un gobierno y realizarían las tareas democráticas de la revolución. Esa fórmula quedó conocida como “dictadura democrática del proletariado y el campesinado” y aún estaría en la cabeza de la mayoría de los dirigentes bolcheviques en 1917, como expresó el Pravda, diario del partido, en su primera edición luego de la Revolución de Febrero que derrocó al zar: “La misión fundamental [del partido] consiste en instituir un régimen republicano democrático”.

En 1905, solo un marxista ruso pensaba completamente diferente. León Trotsky, que no era bolchevique y sí de un ala independiente de los mencheviques, y que defendía que el desarrollo desigual y combinado del capitalismo ruso ya ofrecía condiciones objetivas para que la revolución rusa asumiese un carácter socialista. Él percibía que la clase obrera rusa era reducida en número –sumaba cerca de diez millones–, pero se concentraba, sobre todo, en las grandes ciudades, y que la industria rusa estaba en el mismo nivel que las industrias de los países desarrollados de Europa. Trotsky concluía que frente a la cobardía de la burguesía rusa en dirigir la revolución, ese proletariado extremadamente concentrado podría asumir tal tarea, en alianza con otros sectores oprimidos de la sociedad, como el campesinado. Pero pensaba que, al proponerse realizar las tareas democráticas, como la realización de la reforma agraria, la jornada de ocho horas, etc., estas se combinarían con tareas socialistas.

El retorno a la dialéctica

Cuando vino la Primera Guerra, todos los “maestros” de Lenin asumieron una posición de capitulación a las potencias imperialistas. Plejánov se pronunció claramente a favor de Rusia en la guerra. Kautsky, por su parte, aunque no hubiese asumido una posición abiertamente favorable, se lavó las manos y dijo que los socialdemócratas no podían hacer nada para impedir el conflicto. Una posición falsa, si se considera que solo cuatro años más tarde la revolución alemana derrocó al Káiser [emperador]. Cuando Lenin fue informado que los diputados del SPD habían votado a favor de la guerra, dijo, incrédulo, que aquello no pasaba de una mentira armada por la prensa alemana. Puede imaginarse el enorme espanto que la traición de la Internacional provocó en Lenin. Al final, ¿cómo los marxistas ortodoxos de la socialdemocracia, muchos de ellos que habían incluso convivido con Engels, se tornaron socialpatriotas?

La bancarrota política de la Internacional lo obligó a hacer profundas reflexiones y una revisión de sus premisas filosóficas. Lenin procuraba los fundamentos teóricos de la traición. Fue ahí que el líder bolchevique tomó la decisión de iniciar una profunda investigación de la Ciencia de la Lógica de Hegel. Su interpretación materialista del filósofo alemán lo llevó al redescubrimiento de un potente marxismo dialéctico, descuidado por sus maestros y desprovisto de fatalismos y determinismos economicistas. Percibió que no había un único camino para el desarrollo histórico, conforme el paradigma evolucionista de moda en la socialdemocracia, que pensaba en diferentes etapas de la historia humana (esclavitud, feudalismo, capitalismo, socialismo) que se encadenaban en un orden riguroso, determinado por las leyes de la historia.

También entendió que la dialéctica rechaza cualquier dualismo analítico que contrapone mecánicamente revolución burguesa-revolución socialista, sujeto-objeto, programa mínimo-programa máximo. La identidad de las contradicciones, o su unidad, “constituye el reconocimiento (o descubrimiento) de la existencia de tendencias contradictorias y mutuamente excluyentes y antagónicas en todos los fenómenos y procesos de la naturaleza (tanto los del espíritu como los de la sociedad)”, anotó en su cuadernos de estudio. “Solamente la concepción del desarrollo en el sentido de la unidad de los contrarios explica los ‘saltos’ que ‘quiebran la continuidad del desarrollo’, los ‘cambios a favor de su contrario’, la ‘destrucción de lo viejo y el surgimiento de lo nuevo”, anotó.

Lenin percibió que es falso el examen aislado, unilateral y deformado del objeto estudiado. La esencia del conocimiento dialéctico es la totalidad del desarrollo de un conjunto de los momentos de la realidad.

Ese retorno a la dialéctica permitió a Lenin librarse una concepción materialista mecánica y tuvo efectos prácticos en su elaboración teórica y política a partir de 1905 y modificaría su concepción de la revolución rusa con el estallido revolucionario de 1917, expresado particularmente en las Tesis de Abril, como su puede profundizar en un excelente artículo de Francesco Ricci.

También fue a partir de ese estudio que Lenin escribió su brillante Imperialismo fase superior del capitalismo (1916), en el que desarrolla concepciones de Marx contenidas en El Capital, particularmente en el Libro III, sobre la tendencia a la concentración monopolista del sistema en su desarrollo histórico. El autor explica cómo el capitalismo de libre competencia fue sustituido por el capitalismo monopolista, y enumera cuáles serían las principales características de este nuevo periodo. Es una obra indispensable para polemizar con las falsas teorías liberales de moda sobre el libre mercado, el emprendedorismo, y todo el menú de futilidades ideológicas que las acompañan.

La explicación de Lenin enfatiza los sistemas de división del trabajo mundiales, donde divide el mundo en países centrales, países semicoloniales y países coloniales. Esa obra fascinante explica, incluso, las razones del desarrollo industrial de ciertos países semicoloniales, hecho que acabó alimentando ideologías desarrollistas expresadas en obras de intelectuales como Celso Furtado y también de muchos discursos de la izquierda reformista.

Tesis de Abril

Luego de un estudio minucioso de la dialéctica, al llegar a Rusia después de la Revolución de Febrero, Lenin ya había abandonado la fórmula “dictadura democrática del proletariado y el campesinado” de otrora; pasó a defender que el objetivo estratégico de la revolución es el socialismo y la conquista del poder por el proletariado, en alianza con los campesinos pobres.

Esa posición ya había sido registrada en sus “Cartas de Lejos”, enviadas desde el exilio a la dirección de los bolcheviques. El día siguiente de llegar a Rusia, él trajo a colación: “¿Por qué no se pudo tomar el poder?” A una platea confusa, explicó: “El problema todo se resume al hecho de que el proletariado no está suficientemente consciente ni organizado. Es preciso reconocer eso. El poder material está en manos del proletariado, pero la burguesía allí surgió consciente y preparada”. Y continuó: “La particularidad del momento actual es marcar una transición entre la primera fase de la revolución, que dio el poder a la burguesía como consecuencia de la insuficiente conciencia del proletariado y de su organización, y su segunda fase, que debe traerlo a las manos del proletariado y de las camadas más pobres del campesinado”.
Lenin era radicalmente contrario a la orientación impresa por la dirección de los bolcheviques en la época, formada por Stalin y Kamenev. En lugar de ser el ala izquierda de la república parlamentaria, como defendían esos dirigentes del partido, Lenin proponía preparar a la clase obrera para derrocar el gobierno y asumir el poder por medio de los soviets. La reacción de los mencheviques y de la mayoría de los socialistas fue como mínimo de espanto, incluso en la dirección bolchevique.

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Lenin llegó a ser tasado de lunático y quedó aislado dentro de la dirección de su propio partido cuando sus tesis fueron rechazadas por el Comité Central bolchevique.

Fue entonces que exigió la realización de un congreso extraordinario del partido y la abertura del más amplio debate sobre sus posiciones. Apoyándose en la base obrera bolchevique, Lenin consiguió vencer el debate e imprimió al partido su rearme político, el primer paso para llevar a la clase obrera a disputar y tomar el poder.

El Estado y la revolución

Durante la revolución de 1917, mientras estaba en la clandestinidad para escapar de la represión desatada contra los bolcheviques por el gobierno provisorio, Lenin escribiría en una cabaña próxima a Finlandia otra obra de suma importancia, El Estado y la Revolución.

La revolución que se está desarrollando en Rusia, afirma Lenin, es una revolución socialista. Su objetivo es “quebrar el Estado burgués”, así como hicieron los obreros de la Comuna de París, y sustituirlo por la dictadura del proletariado.

“Mientras exista el Estado, no habrá libertad. Cuando haya libertad, no habrá más un Estado”, escribió. La revolución precisa destruir el Estado. Por eso, él denuncia la democracia parlamentaria como una farsa, una vez que “los verdaderos asuntos del Estado son resueltos en las salas de los fondos, en los escritorios, en las cancillerías”. Pero la supresión del Estado no puede ser inmediata. Es necesario establecer un nuevo tipo de Estado, semejante al de la Comuna de París. Lenin repite insistentemente: “Los trabajadores, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, ellos lo demolerán hasta sus fundaciones, no dejarán piedra sobre piedra y lo sustituirán por uno nuevo” basado en los Consejos (los Soviets).

0 sea, la cuestión no se resume a cambiar simplemente el conductor de la vieja máquina estatal sino sí a destruirla y sustituirla por una enteramente nueva (vea más aquí).

La obra muestra que la revolución socialista precisa crear un Estado obrero de transición para derrotar la resistencia de la burguesía y ampliar las conquistas revolucionarias.

Una vez que se completa ese proceso, la organización estatal pierde la razón de existir, se va deshaciendo, diluyéndose en la administración por la amplia participación de los trabajadores hasta el comunismo, con el fin del propio Estado.

El futuro, no obstante, va a obligar a cambiar mucho los planes de Lenin y su programa no será realizado. Pero eso no significa que el libro debe ser tomado solo como un sueño utópico. Por el contrario, fue la obra más importante, que sistematiza el pensamiento de Marx y Engels sobre la cuestión del Estado, al mismo tiempo que lo actualiza a la luz de la experiencia revolucionaria rusa.

El historiador y autor de una biografía de Lenin, Jean-Jacques Marie, explica las adversidades enfrentadas por los bolcheviques luego de la toma del poder.

“En primer lugar, el Estado y la Revolución solo tiene sentido para Lenin si la revolución ocurre en Europa. En su prefacio, él enfatiza que la revolución rusa ‘solo puede ser entendida si fuera considerada uno de los eslabones de la cadena de las revoluciones proletarias socialistas causadas por la guerra imperialista’. Por otro lado, Lenin no imaginaba la guerra civil que devastaría a Rusia, desintegraría a la clase trabajadora, destruiría la economía, multiplicaría la escasez y consolidaría el aparato burocrático”.

Más de cien años después, el libro sigue actual, especialmente cuando reinan ilusiones sembradas por los reformistas respecto del Estado –propuestas sobre cómo reformarlo o de “radicalización de la democracia” y “acumular fuerzas por dentro” que, al fin y al cabo, son solo armadillas para engañar a la clase trabajadora (lea más).

Las medidas de transición

En setiembre de 1917, los bolcheviques ya eran mayoría en el Soviet de Petrogrado, el principal del país, y caminaban rápidamente hacia ganar la mayoría de los soviets de toda Rusia.

Fue en ese momento que Lenin presentó su texto “La catástrofe que nos amenaza y cómo combatirla”, como un programa de medidas transitorias para la toma del poder. El texto presenta una metodología innovadora en la formulación programática, que supera en mucho la metodología dicotómica efectuada por la socialdemocracia entre los programas mínimo y máximo.

Para la Segunda Internacional, el programa mínimo se limitaba a reformas en el marco de la sociedad burguesa, y el programa máximo prometía para un futuro indeterminado la sustitución del capitalismo por el socialismo. No había ninguna mediación, ningún puente entre ellos, dividía su programa en dos partes independientes una de la otra.

Lenin concluyó que los tiempos de las reformas sociales habían pasado, y sabía que cada reivindicación del proletariado y del campesinado ruso se chocaba, inevitablemente, con los límites de la propiedad capitalista y el Estado burgués. Pero ni por eso descartaba el programa mínimo en su conjunto. En “La catástrofe que nos amenaza…”, Lenin delinea las etapas del desarrollo de la revolución e indica al proletariado el curso de acción con el objetivo de aproximarse del socialismo. A lo largo del texto, presenta medidas específicas de carácter transitorio al socialismo (nacionalización de los bancos, nacionalización de los consorcios, etc.), reivindicaciones cuya realización constituían una necesidad inmediata y urgente para la clase obrera, y que entraban en conflicto con los capitalistas rusos y sus colaboradores, apuntando hacia la necesidad de la toma del poder por el proletariado.

Años más tarde, esa elaboración sobre las reivindicaciones transicionales alimentará un profundo debate en el seno de la Internacional Comunista, particularmente en su Cuarto Congreso. Sin embargo, la llegada del estalinismo cortará prematuramente esa discusión. Solo años después, las reivindicaciones transicionales serán retomadas y servirán como base metodológica del Programa de Transición elaborado por Trotsky para la IV Internacional.

El último combate de Lenin

La joven república soviética enfrentaría enormes desafíos luego de la Revolución de Octubre. La guerra civil destruyó el país y liquidó a los elementos más combativos del proletariado. La derrota de la revolución mundial, principalmente de la revolución alemana (1919-1923), llevó a la URSS a un completo aislamiento. Desde que tomaron el poder, los bolcheviques liderados por Lenin pensaron obsesivamente en expandir el proceso revolucionario hacia Europa. Ese fue el sentido de la organización de la Internacional Comunista, el partido mundial de la revolución.

Pero el aislamiento internacional y el atraso cultural fortalecieron a una camada de técnicos y especialistas que se constituyeron en una casta burocrática que comenzó a asumir la defensa de sus privilegios. Encontraron en Stalin a su gran jefe y representante. Aprovechándose del alejamiento de Lenin en razón de su enfermedad, Stalin nombró a carreristas y fieles burócratas para cargos claves del Partido Comunista Soviético.

Incluso aislado y enfermo, Lenin percibió el peligro y, en el periodo final de su vida, entabló su último combate, a saber: contra la burocratización del Estado obrero soviético. “Si consideramos la máquina burocrática, ¿quién dirige y quién es dirigido? Tengo muchas dudas de que se pueda decir que los comunistas dirigen. En verdad, no son ellos los que dirigen. Son ellos los que son dirigidos”, expuso en 1922.

Lenin percibía que el partido bolchevique estaba infestado de elementos oportunistas y carreristas, que, en su trayectoria política y moral, nada tenían que ver con el bolchevismo y, en muchos casos, ni siquiera con el socialismo. Propuso, así, establecer nuevas reglas de ingreso al partido, de modo de evitar al máximo la adhesión de nepmans, elementos pequeñoburgueses y carreristas en general. También proponía el combate a los pequeños privilegios cotidianos, como el uso de autos y departamentos estatales, los intercambios de favores y las “cortesías” entre dirigentes.

Todas esas medidas entraron en choque con Stalin. Cada vez más enfermo y sufriendo un aislamiento impuesto por Stalin, Lenin tuvo muchas dificultades para entablar ese combate. Fue en ese periodo que elaboró su texto más importante de la época: “Carta al congreso”, también conocido como “Testamento político”.

En ese documento él se refiere a los más importantes dirigentes del partido, entre ellos Trotsky, que es considerado “personalmente, (…) el hombre más capaz del actual CC”, mientras que Stalin “es grosero demás, y este defecto, plenamente tolerable en nuestro medio y entre nosotros, los comunistas, se torna intolerable en el cargo de Secretario General”.

En la carta, Lenin propone al congreso “que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y nombrar para este cargo a otro hombre, que se diferencie del camarada Stalin en todos los demás aspectos solo por una ventaja, a saber: que sea más tolerante, más leal, más dedicado y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc.”.

La fracción estalinista decidió que la carta nunca fuese leída en el congreso. Su reproducción y publicación fueron prohibidas, así como cualquier mención a la “Carta” durante las discusiones en plenario. Contra la voluntad del propio Lenin y bajo las protestas de Krupskaia y Trotsky, los delegados del XIII Congreso nunca tomarían conocimiento de sus últimas reflexiones y orientaciones.

Lenin fue el primero en luchar contra la burocratización soviética. Fue su último combate, interrumpido por su muerte el 21 de enero de 1924. Muchos otros viejos bolcheviques asumieron la resistencia a la burocratización. La bandera de la lucha contra la burocracia y el estalinismo fue tomada por la Oposición de Izquierda dirigida por Trotsky, que la sintetizó en forma de programa político de transición en la lucha por la revolución política, una de las bases para la fundación de la IV Internacional.

Todo eso evidencia claramente que el estalinismo y el leninismo son absolutamente inconciliables. Una vez en el poder, Stalin asesinó a centenas de millares de bolcheviques, incluso a la mayor parte de los dirigentes de la Revolución de Octubre para –en las palabras de Trotsky– aniquilar “toda la vieja generación bolchevique, un sector importante de la generación intermedia, la que participó en la guerra civil, y el sector de la juventud que asumió seriamente las tradiciones bolcheviques, lo que demuestra que entre el bolchevismo y el estalinismo existe una incompatibilidad que no es solo política sino también directamente física”.

La humanidad está nuevamente frente a una catástrofe. Una pandemia que significará la muerte para millones de pobres y vulnerables –obreros, campesinos, indígenas, mujeres pobres y la población negra– combinada con una crisis económica que solo puede ser comparada a la de 1929. Es difícil saber en este momento qué mundo emergerá en el futuro. Pero sabemos que el capitalismo es un sistema de catástrofes permanentes, productor de muerte y de barbarie social. En ese sentido, la lectura de Lenin se vuelve obligatoria para todos aquellos que buscan la construcción de una sociedad sin clases sociales, sin opresiones y oprimidos, sin Estado y de productores asociados. Una sociedad comunista.

Artículo publicado en www.pstu.org.br
Traducción: Natalia Estrada.