Por Serene Assir (AFP)

 

Más de 350.000 personas que huyen de la guerra y la miseria han llamado a las puertas de la Unión Europea desde inicios de 2015 tras haber puesto, en muchos casos, sus vidas en peligro a bordo de embarcaciones improvisadas en el Mediterráneo o en el mar Egeo. Muchas se endeudaron con sus familiares o vendieron todas sus pertenencias para embarcarse en este peligroso periplo. Han sido víctimas de ladrones y coyotes inescrupulosos, han caminado durante días enteros bajo un sol abrasador, han pasado noches a la intemperie, han quedado lastimados al sortear los alambrados de púas y a veces la brutalidad policial, antes de llegar a Austria, Alemania u otro país del norte de Europa, donde un futuro incierto les espera.

Después de cubrir la llegada de los refugiados a las islas griegas desde las costas turcas, la AFP envió un equipo de tres periodistas a seguir su viaje a lo largo de la ruta de los Balcanes. Este es el diario de nuestro viaje, que comenzó en la frontera greco-macedonia y que, esperamos, nos llevará hasta Alemania.

 
Día 1: Llegada a Macedonia

Un grupo de inmigrantes se dirige a la estación de tren de la ciudad macedonia de Gevgelija tras cruzar la frontera griega, el 29 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

IDOMENI (Grecia), 2 de septiembre de 2015 – Desde el amanecer, vemos grandes grupos de personas caminando por la carretera, luego por las vías del tren, hacia el puesto fronterizo improvisado vigilado por la policía griega. El paisaje es deslumbrante: un pequeño riachuelo corre bajo un puente y campos de girasoles se extienden hasta el horizonte bajo la suave luz matinal.

Pero este momento de belleza dura poco.

Una hora más tarde, un sol de justicia cae sin piedad sobre los cientos de desafortunados que esperan para entrar en Macedonia. Todos están impacientes por cruzar la frontera, pero tendrán que esperar para cumplir con esta nueva formalidad en el laberinto administrativo en el que se metieron en el mismo instante en que pusieron un pie en Grecia. Viajan casi sin equipaje. Para superar un viaje tan largo, necesitan ahorrar energía.

Empiezo a hablar con las personas que se precipitan hacia la frontera. Una siria, Falak al Jaled, me cuenta que es periodista. Estoy segura de haber oído su nombre antes. Ella me refresca la memoria: recientemente escribió un artículo sobre las dificultades de los jóvenes sirios exiliados en Turquía, donde las escuelas para refugiados están financiadas principalmente por los islamistas. Ahora ella se ha convertido en una refugiada también.

Inmigrantes atraviesan un campo para cruzar la frontera de Grecia a Macedonia, cerca de la ciudad griega de Idomeni, el 29 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

«Mi marido tiene un problema cardíaco y tratarse en Turquía es demasiado caro. Así que tuvimos que agarrar carretera con la esperanza de poder vivir en alguna parte con dignidad», explica.

Un hombre que se presenta con el nombre de Danny, que también espera entrar en Macedonia y que dice venir de la ciudad costera de Tartous, cerca de la frontera con Líbano, cuenta que quiere vivir en Europa porque no cree en la guerra. «No es sólo porque vivir en Siria es peligroso», afirma. «Ahora el país pertenece a señores de la guerra y criminales. Ya no tenemos nuestro lugar allí. Necesitamos un nuevo lugar para vivir».

Aun sabiendo que el camino que le queda por delante será largo y difícil, asegura que no se arrepiente de su decisión de haber partido. «Hago este viaje por mi propia voluntad, yo soy libre de elegir mi camino y eso me basta».

Una pareja de sirios espera el tren en la ciudad macedonia de Gevgelija, el 29 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Mark, un camerunés de 33 años, está enfurecido. Vivía en Grecia desde 2009. Está casado con una griega desde 2010. Pero dice que las autoridades locales se negaron a concederle un permiso de residencia. «Mi mujer lloró durante una semana, pero yo sabía que tenía que salir», dijo. «Quiero vivir como un ser humano. Hablo Inglés y francés, pero el único trabajo que pude conseguir en Atenas fue de obrero de la construcción ilegal. Tenía que irme».

Tres furgonetas están estacionadas cerca de la vía del tren, donde los inmigrantes esperan pacientemente. Uno de ellas es de un vendedor de helados para los niños.

– Los negocios son los negocios, dice el dueño.

Un sirio que perdió las piernas en un bombardeo cerca de Damasco es ayudado por otros inmigrantes a cruzar la frontera entre Grecia y Macedonia, cerca de Gevgelija, el 29 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Unas horas más tarde, estamos en el lado macedonio de la frontera. Todo es diferente aquí. En vez de la policía, aquí el ejército el que está desplegado. Caminamos por caminos de tierra especialmente difíciles para las mujeres con niños pequeños y personas en sillas de ruedas o con muletas.

«Que Dios se apiade de nosotros», jadea Umm Mohammad, una mujer de unos cincuenta años que viaja con su marido mayor y postrado en una silla de ruedas por una lesión en la columna vertebral. Si no fuera por los jóvenes sirios que los acompañan desde que se subieron en el bote de caucho entre Turquía y Grecia, sin duda no habrían llegado tan lejos.

Cientos de personas esperan pacientemente sentadas en el suelo en el siniestro campamento improvisado cerca de las vías sin ninguna infraestructura a su disposición. Esperan el tren para Serbia, su próximo destino. Muchos de ellos pasarán la noche a la intemperie. Sencillamente, no hay ningún refugio para dormir. La luna llena que nos contempla, impasible, es el único elemento que nos recuerda que todavía hay belleza en este mundo.

 
Día 2: En el tren fantasma de Macedonia

Niños miran por la ventana del tren tras cruzar la frontera de Grecia a Macedonia, el 29 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

A BORDO DE UN TREN HACIA LA FRONTERA SERBIA, 3 de septiembre DE 2015 – Son las siete y media de la mañana en el lado macedonio de la frontera con Grecia, cuando nos enteramos de que el próximo tren a la frontera serbia saldrá a las ocho. En el campamento improvisado, los refugiados y los migrantes están sentados en filas en el suelo polvoriento, vigilados por un guardia macedonio que ordenó que nadie ose ponerse de pie y volver a sentarse hasta la hora de salida. Entre los pasajeros hay mujeres embarazadas, veteranos de guerra y ancianos.

Cuando la gente comienza a subir a los vagones oxidados y cubiertos de graffitis, rápidamente se hace evidente que no hay suficiente espacio para todos. Cada vagón se divide en diez compartimentos que pueden acomodar a seis personas cada uno. El pasillo está repleto de pasajeros sentados o durmiendo en el suelo. El tren está claramente sobrecargado.

Pero ¿a quién le importa? Los viajeros son sirios, iraquíes, afganos, de todas las edades, desde recién nacidos hasta ancianos, todos en busca de una vida que sus países devastados por la guerra no pueden ofrecerles. Para ellos los derechos más elementales, aquellos que quienes tienen la fortuna de residir legalmente en cualquier parte dan por sentado, simplemente no existen.

Cuando la semana pasada vi a estos refugiados desembarcar de sus botes de goma en la isla griega de Kos, estaban en estado de shock pero todavía llenos de esperanza. Ahora en este tren se sienten invisibles en su miseria. Y esta invisibilidad es quizás aún peor que la propia miseria.

Migrantes duermen en un pasillo del tren en Macedonia hacia la frontera serbia, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Desde el tren, durante las cuatro horas que dura el viaje hasta la frontera serbia, vemos pasar árboles, pueblos, el sol brilla y la gente parece ocuparse de sus tareas habituales. El contraste entre el mundo silencioso de la realidad exterior y la negra realidad del interior del vagón es abrumador. Lo que vemos por las ventanas parecen escenas sacadas al azar de una película. Y mientras más personas van cayendo en los pasillos para dormir, menos lugar hay para el resto de los pasajeros.

Pasé buena parte del viaje hablando con Alia y Ahmad, una pareja de jóvenes iraquíes que arriesgó todo para llegar a Europa con su bebé de cuatro meses. Desde ese encuentro en el tren, el fotógrafo Aris Messinis, la reportera de video Celine Jankowiak y yo no hemos podido dejar de pensar en esa familia.

  A bordo de un tren entre Macedonia y la frontera serbia, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Fue Aris quien los vio primero y nos sugirió ir a hablar con ellos. Ahmad, de 27 años, tiene grandes ojos marrones llenos de brillo y esperanza. Él lleva a su hijo, Adam, en un cochecito. Alia, de 26 años, lleva un jeans Levis y su pelo color caramelo atado en un moño. Ambos se turnan para alimentar a su bebé.

Alrededor nuestro, los que todavía están despiertos comparan las muchas maneras en que se encontraban en Macedonia. Hablan de la guerra en Siria e Irak, esperanzas perdidas con respecto a sus patrias. Comparten las espantosas historias de sus travesías entre Turquía y Grecia. Tratan de entender el laberinto de procedimientos administrativos en el que se metieron tan solo al desembarcar en Europa.

El tren llega a su destino, pero todavía hay que caminar dos kilómetros, en un camino difícil, para llegar al cruce de la frontera serbia. Es como si los refugiados jamás hubieran pisado Macedonia.

Refugiados sirios llegan a la frontera entre Macedonia y Serbia, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

En Serbia: el fin de los Balcanes

Cruzamos la frontera y nos dirigimos al campamento de Presevo, donde los recién llegados tienen que registrarse ante las autoridades serbias.

Un anciano con una pierna enyesada avanza rengueando lentamente al campamento en medio de un paisaje de arena roja y de olivares bajo un cielo perfectamente azul. «Dile a todos: nosotros salimos a la calle para protestar contra Bashar y exigirle que se fuera. Pero al final él se quedó y fuimos todos nosotros los que tuvimos que irnos», dijo, sentado a la sombra de un árbol para descansar.

«Es un viaje muy duro», continúa el damasceno, que se niega a decirnos su nombre. «Pero permítanme decirles, prefiero ahogarme en el mar que pasar mi vida en las cárceles de Asad».

 
Día 3: En Belgrado, la calma antes de Hungría

Una mujer da de comer a su hijo en el campamento de Presevo, Serbia, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

BELGRADO, 4 de septiembre de 2015 – Después de once horas en autobús desde el campamento de Presevo, incluyendo cinco horas bloqueados en un control policial debido a un caso de papeles de identidad falsos, llegamos a Belgrado. Serbia es el tercer país atravesado en tres días por los refugiados que nosotros acompañamos en su periplo por los Balcanes.

Son las cinco de la mañana y el sol aún no ha salido. Los recién llegados sin dinero ni documentos se limitan a dormir en un parque. Esta madrugada la escena es lúgubre. «Las fronteras matan», se lee en una pancarta clavada en un árbol. Decenas de hombres, mujeres y niños descansan como pueden, en tiendas de campaña o a la intemperie, antes de continuar su viaje a Alemania y otros países del norte de Europa, donde esperan finalmente encontrar un poco de dignidad.

El grupo de refugiados al que acompañamos tiene oportunidad: todos ellos tienen un permiso de residencia de 72 horas en Serbia. Con este documento pueden desplazarse sin restricciones por el país y dormir en el hotel. Pero, ¿qué establecimiento va a estar dispuesto a acogerlos en este momento? Están agotados, tocados en su dignidad y, sobre todo, se sienten totalmente desorientados, alienados.

Un grupo de refugiados e inmigrantes sirios abordan un autobús para viajar de Presevo a Belgrado, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

«¿Cuál idioma hay que hablar aquí? ¿Qué día es hoy?», pregunta Bilal, un sirio de 25 años originario de la devastada ciudad de Homs. «¿Cómo se llama la moneda de este país? ¿Cómo vamos a encontrar un hotel?».

Desde su llegada a Grecia, todos los inmigrantes y refugiados que emprenden la ruta de los Balcanes pasan regularmente por estos momentos de angustia. Pero la próxima etapa de su viaje, la entrada a Hungría, es aún más aterradora.

Es cierto que hasta ahora nadie les ha ayudado mucho. Pero al menos cada uno sabía que tenía que hacer la cola con los demás para obtener los mismos documentos, que le permitirían llegar sin demasiados obstáculos al país siguiente.

Refugiados llegan a la ciudad macedonia de Tabanovce, cerca de la frontera serbia el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Pero después de Belgrado, las formalidades administrativas y el recorrido relativamente pautado se acaban. Ahora se trata de ingresar en la Unión Europea por sus propios medios, y lograr quedarse. Es un sálvese quien pueda. Y hay muchos, muchos candidatos para pasar.

«¡Taxi! ¡Taxi!» Un grupo de conductores se avalancha sobre los refugiados, prometiéndoles llevarlos a un hotel limpio y no demasiado caro, que tiene un montón de habitaciones disponibles y donde se puede comer halal.

El vestíbulo del hotel Sribja es una boca de lobo. En la recepción, se le exige a los nuevos clientes que paguen el precio completo de la habitación, incluso si solo quedan seis horas antes del check-out. Todo el mundo está demasiado agotado para negociar. Todos se desploman en su cama. Pasan cuatro o cinco horas en un abrir y cerrar de ojos. Se levantan, con las pilas recargadas, y un nuevo día comienza.

El exilio

Refugiados y migrantes sirios a pie a lo largo de una vía de ferrocarril intentan cruzar de Serbia en Hungría cerca de Horgos el 1 de septiembre de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Justo frente al hotel, un médico sirio que vive en Serbia desde hace 32 años se conmueve hasta el borde de las lágrimas cuando habla con sus compatriotas y con los iraquíes que encuentra. Ofrece generosamente su ayuda a todos los que no tienen medios para pagar su alojamiento. “¿Qué es lo que pasa en Siria? ¿Todo esto porque el presidente se niega a dejar su trono? Ya no queda nada por gobernar, aparte de un montón de ruinas”, dice arrugando un diario serbio con su puño.

“He vivido aquí, en los Balcanes, a lo largo de las distintas guerras y puedo asegurarles que lo que pasa en Siria en este momento es incluso peor que todo lo que ha soportado esta región”, suspira el médico. “Tengo el corazón roto, nunca hubiera pensado que mi pueblo tendría que vivir momentos así”.

Un migrante espera detrás de una valla de alambre de púas en la frontera húngaro-serbia de la ciudad de Röszke, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Csaba Segesvari)

«Coyotes» y ropa nueva

Las duchas del hotel y las pizzas del restaurante ayudan a los refugiados agotados a recuperar energía. Es el momento de pensar en la siguiente prueba que les espera: llegar a Hungría.

Para intentar contener el flujo de migrantes fuera de su territorio, las autoridades húngaras colocaron vallas con alambres de púa y están construyendo un muro en la frontera con Serbia. Los refugiados ven en Hungría el principal obstáculo en su camino tras atravesar el mar Egeo, ya que las autoridades los registran sistemáticamente y conducen a quienes encuentran a los campos de refugiados. “Tengo que llegar a Holanda a cualquier precio”, dice Ahmed, un sirio de 23 años con una pequeña barba. “Parece que allí el proceso de reagrupación familiar es simple y rápido. No hice todo este camino para quedarme atrapado en Hungría, adonde no podría traer a mi familia”.

Aunque Alemania parece mostrarse dispuesta a recibir refugiados sirios, incluso aunque hayan iniciado un proceso de solicitud de asilo en otro país, la situación es mucho más incierta para los iraquíes y los afganos.

Los sirios que intentan ir un país que no sea Alemania también tienen problemas para lograrlo. Si han sido registrados previamente en Hungría corren el riesgo de ser reenviados de vuelta a ese país, en aplicación de los acuerdos de Dublin, que regulan quiénes se hacen cargo de los refugiados en la Unión Europea.

En la terraza del café del hotel, los refugiados cuentan lo que planean hacer cuando logren llegar a la frontera. Algunos esperan tomar un “taxi” que los lleve hasta Alemania. Intercambian números de teléfono móvil de «coyotes», con códigos de Turquía, Francia, Siria y Serbia.

Refugiados sirios hacen cola para registrarse en la entrada del campamento Presevo, tras lsu llegada a Serbia, el 30 de agosto de 2015 (AFP / Aris Messinis)

 

Hombres jóvenes intercambian datos sobre cómo encontrar caminos que permiten, aseguran, entrar a Hungría sin tener que pagarle a nadie.

Todo lo que esperan es lograr atravesar Hungría “sin huellas digitales”, es decir, sin ser registrados por las autoridades.

En las mesas vecinas, los serbios beben e intercambian bromas sin comprender lo que cuentan los refugiados que les rodean.

En Belgrado, numerosos refugiados aprovechan estos escasos momentos de descanso para comprar ropa en las tiendas y centros comerciales. Tras un largo viaje sin poder cambiarse es hora de comprarse una camiseta nueva. O, en el caso de Bilal, un reloj y lentes de sol amarillos y rosados…

(Continuará…)

Serene Assir es una periodista de AFP basada en París. Puede seguirla en Twitter.

Publicado originalmente en Diario de una larga travesía (AFP)