No puede entenderse la derrota de la revolución española y el consiguiente triunfo del fascismo sin tener en cuenta el papel decisivo que desempeñó el stalinismo, como principal instrumento de la contrarrevolución en el bando republicano.

Por José Moreno Pau (publicado en el libro «Una revolución silenciada»)

Antes de convertirse en el abanderado sin escrúpulos de la política del Frente Popular, el PCE era ya un partido plenamente stalinizado. En 1927, siguiendo las consignas de Stalin, había expulsado de sus filas a los partidarios de la Oposición de Izquierdas, los llamados trotskistas, entre ellos destacados miembros fundadores del partido. Y en 1929 se había adherido sin reservas a la teoría del “socialfascismo”[1] (también conocida como “tercer período”), preconizada por el VI Congreso de la Internacional Comunista (Komintern).

Siguiendo esta teoría, Thaëlmann, el máximo dirigente del partido comunista alemán (KPD) declaraba en noviembre de 1931: “Hay personas a las que los árboles del nacionalsocialismo no les dejan ver el bosque de la socialdemocracia”. El periódico del KDP de 15 de agosto de 1932, ¡cinco meses antes del ascenso de Hitler a la cancillería! proclamaba que la propuesta de Trotsky de frente único del PC y PS alemanes para hacer frente al peligro nazi era “la teoría de un fascista desbocado y contrarrevolucionario. Es la idea más peligrosa y más criminal que jamás haya avanzado Trotsky durante sus últimos años de propaganda contrarrevolucionaria” El fatal resultado de la política stalinista fue el ignominioso triunfo, sin lucha, de Hitler en 1933[2].

Durante este período ultrasectario, el PCE, fiel a Stalin, repudió la unidad de acción con el partido socialista y con los anarquistas, a los que denominaba “socialfascistas” y “anarcofascistas”. Los trotskistas, por supuesto, eran peligrosos “troskofascistas”. Esta política burocrática y sectaria era un atentado directo contra la unidad de la clase obrera frente a la reacción y, al mismo tiempo, el mejor argumento para que los jefes socialistas mantuvieran su influjo entre los trabajadores.

El stalinismo pasa a defender los Frentes Populares

En 1935, Stalin dio otro brusco viraje: pasó del “socialfascismo” al Frente Popular[3]. Esta política era la respuesta a las nuevas necesidades de la política internacional de la burocracia soviética, inquieta ante los riesgos crecientes de guerra a partir del ascenso de Hitler al poder. Para Stalin, la defensa de la URSS tenía que descansar en la alianza con los imperialismos “democráticos” de Francia e Inglaterra[4]. A cambio de esta alianza, la burocracia stalinista se ofrecía a atar corto al proletariado europeo y a impedir, al precio que fuera, cualquier revolución que intranquilizara a los aliados. El gran instrumento para esta política era la Komintern, a través de la cual los partidos comunistas se convirtieron en una disciplinada correa de transmisión de los intereses de la burocracia soviética. Como señalaba Félix Morrow, con los Frentes Populares, la teoría stalinista del «socialismo en un solo país» reveló con claridad su verdadero significado: «nada de socialismo en ninguna otra parte».

La nueva política internacional del Kremlin coincidió con los preparativos y el posterior despliegue de una brutal y sangrienta purga que acabaría con el viejo partido bolchevique (y con la vida de miles de cuadros de los demás partidos comunistas) y convirtiendo el PCUS en el instrumento despiadado de una casta burocrática contrarrevolucionaria. El terror a lo que representaba el viejo partido de Lenin era tal que, en junio de 1937, Stalin decapitó al Ejército Rojo, haciendo ejecutar a sus principales jefes (Tujachevsky, Yakir…) y a miles de oficiales.

En realidad, hay una íntima vinculación entre la política internacional del Kremlin y esta oleada represiva: cualquier revolución triunfante en Europa habría significado una sentencia de muerte para la burocracia stalinista, que se sostenía en la derrota y la desmoralización de las masas soviéticas y el aislamiento de la revolución rusa. Fue precisamente en agosto de 1936, en plena explosión revolucionaria en España, cuando comenzaron los primeros procesos de Moscú[5], que proseguirían con los juicios de 1937 y 1938 y las grandes purgas. El trotskismo (que los stalinistas equipararon a cualquier oposición a la burocracia) fue declarado enemigo oficial. El 5 de junio de 1936, la Pravda, órgano del PCUS, proclamaba: “continuaremos con mano firme aniquilando a los enemigos del pueblo, a los monstruos y las furias trotskistas, por muy hábilmente que se camuflen”

La revolución española significó un brutal sobresalto para los imperialismos francés e inglés[6], que se manifestaron firmes partidarios desde el principio de la política de “No intervención”[7]. Stalin, inicialmente, se sumó sin reservas a esta postura de “neutralidad”. En octubre de 1936, sin embargo, cambió de posición y decidió la venta de armas a la República. Pero este cambio no modificó la política del Kremlin de buscar la alianza con Inglaterra y Francia. Por el contrario, Stalin trató de poner en evidencia que era un socio de fiar y que con su intervención activa, facilitada por la venta de las armas, podía demostrar que era capaz de ahogar la revolución y mantener el status quo internacional.

La distribución de las armas rusas fue en todo momento condicionada por Stalin[8], que no vaciló en amenazar con suspender su entrega si no se cumplían sus designios políticos. El PCE, que al inicio de la guerra civil tenía una escasa influencia, ocupó sin embargo un papel de primer orden como representante de Stalin, hasta llegar -bajo el gobierno de Negrín- a controlar el aparato militar y policial de la República. Hay que decir, sin embargo, que todo esto no habría sucedido sin el apoyo complaciente del ala derecha del PSOE y de los partidos republicanos[9], que vieron en el stalinismo al mejor defensor, el más resuelto y con menos escrúpulos, de la restauración del estado y la propiedad[10].

Los stalinistas comenzaron defendiendo la consigna de “primero ganar la guerra y después la revolución”[11]. Pero el problema era que no nos encontrábamos ante un proyecto que se pudiera aplazar, sino ante una revolución viva y muy poderosa. “Aplazarla” significaba sencillamente ahogarla: arrebatar a los trabajadores sus conquistas revolucionarias, desmoralizarlos y derrotarlos. Llegaron incluso a negarle a la guerra su carácter de guerra civil para calificarla como una guerra ¡por la “independencia nacional”!, en la que tenían cabida todos los “buenos patriotas”. En nombre del “ejército único” lanzaron una brutal ofensiva contra las milicias. Atacaron a los comités al grito reaccionario de “Menos comités y más pan” y reclamando “todo el poder para el gobierno”. Lucharon insidiosamente para desarmar las patrullas obreras de la retaguardia, en nombre de “Todas las armas para el frente”… mientras boicoteaban el frente de Aragón y armaban hasta los dientes a los cuerpos policiales gubernamentales.

Finalmente, prepararon el choque con la revolución en el lugar donde ésta había ido más lejos: Catalunya. La provocación stalinista de la ocupación de la Telefónica provocó la insurrección espontánea de los trabajadores catalanes, conocida como los Hechos de Mayo de 1937. La dirección anarquista (y el POUM, tras ella) llamó a desmantelar las barricadas en vez de tomar el poder. Los obreros, que eran los dueños de la ciudad, desmoralizados, finalmente se retiraron sin imponer condiciones ni garantías, y la ciudad fue ocupada impunemente por las tropas enviadas por el gobierno de Largo Caballero. Tras la derrota, vendría el gobierno Negrín y la más feroz represión contra la izquierda, en nombre de la lucha contra el trotskismo[12]..La república, tal como describe el informe que después reproducimos (“La NKVD y el SIM en Barcelona”), acabó convertida en un estado policial donde campaba el SIM (Servicio de Investigación Militar), controlado por los stalinistas y la NKVD. En estas condiciones, la derrota militar sólo era cuestión de tiempo.

El stalinismo en la pos guerra y la caída de la ex URSS

Este debate no afecta sólo al papel del stalinismo en la revolución y la guerra civil española. En la posguerra, ya en 1942, Carrillo proponía una “monarquía parlamentaria” para España. En 1956, la dirección del PCE llamaba solemnemente a la “reconciliación nacional” con el régimen franquista, ofreciendo sus servicios a los católicos y monárquicos disidentes para una “restauración pacífica del parlamentarismo”. Bien mirado, los stalinistas españoles no hacían otra cosa que renovar el ofrecimiento de paz negociada que el gobierno Negrín proponía al bando franquista en 1938.

A nadie, pues, debería extrañar el infame papel que desempeñó la dirección del PCE durante la Transición. Si durante la guerra civil el PCE ejerció de sepulturero de la revolución, en los años 70 fue el principal responsable de que el franquismo no fuera derrocado, frustrando las expectativas de un movimiento obrero y popular con una fuerza extraordinaria. El PCE -a costa de su casi autodestrucción- fue el gran artífice de de los pactos de la Transición, que dejaron impunes los crímenes del franquismo y permitieron la continuidad de sus principales aparatos y tramas de intereses.

En lugares como Francia o Italia, los partidos stalinistas habían sido los grandes responsables de poner fin a la situación revolucionaria que se desencadenó como consecuencia del hundimiento del nazi-fascismo. Las primeras palabras de Thorez, secretario general del PCF, al llegar de Moscú tras la Liberación, fueron contundentes: “Un solo estado, un solo ejército, una sola policía”. Había que reconstruir el Estado capitalista, disolver los organismos de doble poder y dedicar todas las fuerzas a “la batalla de la producción”. Algo parecido sucedió en Italia. Los gobiernos de unión nacional con ministros stalinistas fueron la representación de ese compromiso contrarrevolucionario.

Hoy ya no existe aquel poderoso aparato internacional. Se hizo añicos con el hundimiento de los regímenes stalinistas de la URSS y los países del Este europeo, después de haber promovido la restauración del capitalismo. Los grandes partidos comunistas europeos de antaño -el caso más claro es el italiano- se han socialdemocratizado: ya no dependen de la burocracia soviética sino de las instituciones parlamentarias y de las presiones de sus respectivas burguesías. Sin embargo, han mantenido la gran bandera stalinista de la política de colaboración de clases y la defensa del estado burgués parlamentario, que Stalin definió como Frente Popular. Pero no son sólo los herederos oficiales del stalinismo italiano. Refundazione Comunista, en la que algunos veían la gran esperanza frente a la degeneración del viejo PCI, comparte hoy con éste el gobierno del neoliberal católico Romano Prodi. Una raquítica IU reduce su papel a implorar a Zapatero que le dé más cancha como fiel aliado.

Algunas gentes aún expresan su admiración por Stalin y suspiran por la reconstrucción del muro de Berlín, pero son pocos y desacreditados. Los hay que hacen críticas parciales al stalinismo, pero siguen otorgándole un papel progresivo en la historia. Y existen también quienes no tienen reparo en criticarlo y abominar de sus crímenes, pero no han logrado romper completamente con su herencia teórica y política. Son muchas veces honestos y valiosos luchador@s que, buscando un referente que no es tal, se aferran a líderes salvadores como Fidel Castro y el PC cubano, que nunca rompieron con el stalinismo y que han continuado su curso, perpetuando las viejas concepciones burocráticas del “socialismo en un solo país”, el régimen de partido único o el frentepopulismo, para desgracia de la revolución cubana y mundial.

Sacar las lecciones de la revolución española es, sin lugar a dudas, un punto de apoyo necesario para avanzar.

[1] Esta nueva política de la Komintern estaba vinculada al brutal giro que dio la burocracia stalinista en la URSS hacia “el plan quinquenal en cuatro años” y la “colectivización completa” de 1928, que llegó a causar la muerte por hambruna de millones de campesinos. Esta nueva orientación internacional significó el abandono por parte de la Komintern de la política de Frente Único aprobada en 1921 a iniciativa de Lenin y Trotsky

[2] La trágica derrota de la clase trabajadora alemana no provocó, si embargo, autocrítica ni reacción alguna en el KDP ni en la III Internacional. Esto era tan grave, mostraba con tal contundencia que la stalinización de la Internacional Comunista había llegado a un punto sin retorno que, en lo sucesivo, para Trotsky y la Oposición de Izquierdas, la Komintern fue considerada como irrecuperable para la revolución: En adelante, había que levantar una nueva Internacional.

[3] Esta política fue aprobada por el VII Congreso de la III Internacional. Dimitrov, entonces su secretario general, fue el encargado de presentar el viraje. Lo hizo apelando al leninismo y planteando una fórmula deliberadamente confusionista: “un amplio frente antifascista del pueblo sobre la base del frente único proletario”.

También el PCE comenzó la defensa de la política de Frente Popular (al que José Díaz llamó inicialmente -en 1935- “concentración popular antifascista”), amparándose en la revolución asturiana de octubre de 1934 y diciendo que debía descansar en las “Alianzas Obreras y Campesinas”. Sin embargo, la sustancia del ofrecimiento ya aparecía desde el principio: un “programa mínimo antifascista”, que pudieran suscribir los republicanos burgueses y al que debían subordinarse las organizaciones obreras.

[4] Más tarde, en agosto 1939, Stalin dio un vuelco que desorientó profundamente a sus partidarios: el pacto Hitler-Stalin, que incluía el reparto de Polonia. El antifascismo desapareció de repente del vocabulario de la Komintern…para reaparecer en junio de 1941, cuando el “aliado” Hitler ordenó la invasión de la URSS. Lo que ya no varió ni variaría, sin embargo, fue la firme oposición de la Komintern stalinista a la revolución.

[5] Que concluyen en la ejecución de Kaménev, Zinoviev y otros viejos bolcheviques.

[6] Eden, ministro británico de Exteriores, no disimuló, sin embargo, sus verdaderas simpatías, llegando a declarar que si bien tenían el corazón con la República, sus intereses estaban del lado de Franco.

[7] La Alemania nazi y la Italia fascista, sin embargo, formalmente adheridas t a la “No intervención”, apoyaron decididamente al bando franquista desde los primeros días.

[8] Es conocida la sistemática denuncia anarquista y poumista del boicoteo al armamento del frente de Aragón y de aquellos otros lugares controlados por sus milicias. Las divisiones comandadas por stalinistas, en cambio, estaban en general perfectamente aprovisionadas, del mismo modo que lo estaban los cuerpos policiales de la retaguardia (Guardias de Asalto y Carabineros), que comenzaron a crecer como un verdadero cáncer bajo el gobierno Largo Caballero y, más aún, con Negrín.

[9] Y la pasividad -es necesario decirlo- del ala izquierda del PSOE, de la CNT y del POUM

[10] La resolución del Comité Central ampliado del PCE de marzo de 1937, que reproducimos más adelante, es un fiel resumen de esta orientación.

[11] Más tarde, harían también desaparecer la perspectiva misma de revolución para “después” de la victoria militar.

[12] La resolución del CC de marzo de 1937 definía al trotskismo como “el inspirador de los «incontrolables», el que alienta la acción de los que quieren salirse de la ley democrática establecida por el Gobierno del Frente Popular, el que con sus intrigas venenosas crea dificultades en el frente y en la retaguardia”. Su conclusión no ofrecía dudas: que “el trotskismo y los incontrolables sean eliminados de la vida política de nuestro país”. Este fue el programa que aplicaron tras los Hechos de Mayo de Barcelona.