Ahora que el gobierno quiere aprobar una Ley para desbloquear la renovación del Tribunal Constitucional (TC), la derecha reaccionaria (PP, Vox, Cs) pone el grito en el cielo, y sus portavoces en el TC, con el presidente del mismo a la cabeza, convocaron un pleno de urgencia para intentar abortar la Ley antes de que sea aprobada por el Congreso. Como esta decisión era delirante, la han aplazado para llevarla a cabo antes de que la Ley llegue al Senado. Así le meten presión a los senadores.

Por cierto, no estaría de más recordar a todos los progresistas que ahora se quejan de la intromisión del Constitucional en la vida parlamentaria, que bien callados estaban cuando los catalanes quisieron hacer un pleno de su Parlamento, para discutir sobre la separación del Estado y el TC lo declaró inconstitucional, avalando judicialmente la represión del 1 de octubre.

Para qué sirve el TC

La estructura judicial española es resultado de la Transición, donde los gestores del franquismo consideraron que tenían que garantizarse que ellos establecían los límites legales del nuevo régimen. Con este objetivo, en 1977 transformaron el viejo Tribunal de Orden Público (TOP) en la Audiencia Nacional, que constituye el principal órgano de represión de la política cotidiana: es la que juzga a todo aquel que vulnere el llamado “orden público”. Un Tribunal franquista transmutado en un supuesto órgano judicial democrático.

Cómo en 1978 se aprobó una nueva Constitución que no estaba prevista: Adolfo Suárez hizo toda la campaña electoral del 77 diciendo que “no eran elecciones constituyentes”, pero por la presión de la lucha social tuvieron que elaborar una nueva Constitución; estaba claro que la AN no podía ser el aparato de control político que estableciera los límites del naciente régimen, es que surgió el Tribunal Constitucional; como órgano máximo de “garantía de la democracia”.

Al final, el sistema judicial español tiene tres órganos máximos, la Audiencia Nacional, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo. Los dos primeros, vulnerando cualquier principio democrático burgués, son abiertamente tribunales políticos que juzgan y deciden sobre decisiones políticas, y en el caso de la Audiencia Nacional es un Tribunal de excepción.

Se supone que en la democracia burguesa no existen los delitos políticos, sino que todo el mundo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión, y las diferencias se resuelven por el juego democrático del voto y las elecciones. Pero por lo visto, la democracia burguesa no es el principio rector del régimen del 78, puesto que necesita dos tribunales políticos para resolver estas diferencias de opinión.

Si la AN sirve para la persecución de los delitos políticos en el día a día, el Constitucional establece los marcos, administra lo que se puede aprobar y lo que no. El citado ejemplo de Catalunya no es el único; hace un año, a instancia de Vox, el Tribunal declaró inconstitucional el decreto del Estado de Alarma frente a la pandemia. Anteriormente, fue una decisión sobre la reforma del Estatut, declarando inconstitucionales varios de sus artículos, la que abrió la puerta al Procés que culminó el 1 de Octubre.

El TC tiene capacidad para anular una decisión del Parlamento; es decir, es un órgano no electo que puede evitar leyes que favorezcan a la población, como sucedió con leyes de vivienda catalanas, anuladas por él. Cualquier tema que no convenga puede ser anulada por un órgano ajeno a cualquier decisión establecida por los órganos electos, las leyes aprobadas en los parlamentos.

Ahora bien, tras el precedente catalán de prohibir un pleno parlamentario para discutir un debate sobre la autodeterminación, ahora pretende impedir que los y las parlamentarias elegidas por la población apruebe una Ley por la que su composición cambiaría cualitativamente.

El TC lleva cuatro años teóricamente fuera de la Constitución que dice proteger, pues varios de sus cargos ya deberían haber dejado paso a su renovación. Pero es tan cutre la maniobra, que los mismos que pretenden impedir este cambio son los que perderían sus prebendas si la Ley fuera aprobada. Veamos lo que perderían, además del control político del régimen: el presidente del TC alrededor de los 160.000 euros al año, el vicepresidente unos 150.000 euros, un magistrado 136.000.

El carácter de clase del aparato judicial

No es moco de pavo lo que está en juego además de los salarios; es el control político de un régimen en crisis desde la dimisión del “emérito” en una situación política mundial convulsa, con el paño de fondo de una lucha cerrada entre los diferentes sectores de la burguesía por hacerse con los 150 mil millones de euros para financiar la “next generation”; o lo que es lo mismo, la transformación de la economía española en el marco de la división del trabajo internacional que se está dirimiendo no solo en los parlamentos, sino en el poder judicial y en los campos de batalla.

Qué sector de la burguesía capitanea esta transformación es lo que explica la virulencia demencial del PP, Vox y Cs contra un gobierno que en ningún momento ha dejado de gobernar para el gran capital, con reformas más tramposas que un duro de cuatro pesetas. La más reciente es la que ha puesto también en pie a la derecha cavernaria con la modificación del delito de sedición, que oculta la criminalización de la protesta social al recrear la figura de los “desórdenes públicos” (el franquismo de la mano del gobierno más progresista de la historia).

Esta batalla cerrada entre los dos sectores de la burguesía, que replican la que se dio en Brasil con el proceso a Lula, en los EEUU con el “trumpismo”, etc., no significa que ninguno de los dos sectores apueste por darle voz a la clase trabajadora y los pueblos en los tribunales. Antes al contrario, llegar a ser juez, y ya no digamos magistrado del Constitucional, supone una carrera a tiempo completo de mínimo 10 años, entre la de Derecho y las oposiciones. No existe la opción de trabajar y estudiar al mismo tiempo, por lo que los hijos de la clase trabajadora quedan excluidos automáticamente de cualquier posibilidad.

El gobierno PSOE-UP ha intentado “convertir el océano en limonada” a base de “vasos de limonada”, con la ampliación del número de becas que permitiera entrar a ciertos sectores populares en la judicatura. Pero esto es tan utópico como pensar que la burguesía va a entregar la propiedad de las empresas a la clase trabajadora sin una revolución; el poder judicial está copado desde el franquismo por los “apellidos compuestos” de familias «pijo-ricas» que se transmite de padres a hijos y no lo van a regalar a nadie: es una fuente de poder y prebendas.

De hecho, esta ha sido una política consciente de las burguesías más reaccionaria en todo el mundo tras el fracaso de los golpes de estado militares de los años 70 y 80, copar los puestos en los altos tribunales y órganos de gobierno como el Consejo General del Poder Judicial. El ejemplo más reciente es el paso atrás en el derecho al aborto en los EEUU por una decisión de un TS puesto por Trump. A las decisiones judiciales se les supone una presunción de legalidad que no tenían los golpes militares.

En fin, si los tribunales como el Constitucional están compuestos por miembros de la burguesía y tienen unos ingresos similares a los de su clase, aun siendo funcionarios del estado, “blanco y en botella”; el aparato judicial, las personas que lo componen son parte activa de la clase burguesa.

El carácter burgués de la Ley

El derecho y su manifestación escrita, la Ley, es la cristalización de las relaciones sociales de producción dominantes en un periodo histórico concreto; “…vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase erigida en Ley; voluntad cuyo contenido está determinado por las condiciones materiales de existencia de vuestra clase”, dicen Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.

El derecho romano combinaba una sociedad esclavista con unas relaciones económicas mercantiles muy desarrolladas (de ahí que sea la base de todo el derecho civil europeo) que suponía la existencia de unas estructuras judiciales especializadas e independientes de los propietarios, como los jurisconsultos, abogados, etc., para dirimir los conflictos. El feudalismo, por su parte, dejó todo bajo el criterio del señor de la tierra, que era juez y parte, elaboraba las leyes que él mismo aplicaba; el rey no era más que un “primus interpares”, es decir, el señor de la tierra que se imponía sobre sus iguales, los nobles.

La burguesía retoma algo esencial del derecho romano, especializa la administración de justicia separándola del comerciante, del esclavista o del capitalista, y del marco de elaboración de las leyes, los parlamentos. Son personas en instituciones que estudian para aplicarlas y se construyen alrededor de esas relaciones sociales de producción; unas leyes no pueden ser vehículos de ningún cambio real si no son precedidas de una transformación radical de la sociedad, que construya unas nuevas relaciones sociales de producción.

Es el reformismo -el viejo que hablaba en nombre del socialismo, y el nuevo, el que ni tan siquiera tiene ese objetivo- el que llama a confiar en que, sin modificar las relaciones de explotación, se pueda avanzar en esa transformación o mejora de las condiciones de vida de l@s explotad@s y oprimid@s.

Incluso la Ley más progresista bajo el dominio de la burguesía se puede transformar en su contrario, una Ley reaccionaria. Como dice el refrán popular, “hecha la ley, hecha la trampa”; el ejemplo lo tenemos en el “delito de odio”, creado para defender a los sectores oprimidos de la sociedad (LGTBIfobia, racismo, xenofobia) y ahora está sirviendo para “proteger” a los nazis y las fuerzas de represión de las críticas y la autodefensa.

La Ley no es más que la forma en la que las relaciones sociales de producción se manifiestan y se defienden, y aquí entran los órganos aparentemente independientes de los que la burguesía se dota para que esa Ley, que no son más que palabras escritas en un código, se transformen en hechos, los tribunales. Esas son las sentencias y demás resoluciones judiciales, que a través de la fuerza de los aparatos represivos, se convierten en imposiciones a la población.

Dijo el filósofo griego Parménides de Elea que “la política es la guerra con palabras”; las leyes, y sus consecuencias, las sentencias y resoluciones judiciales, son la declaración de guerra contra los pobres que se imponen a través de los medios coercitivos. El aparato judicial es parte del aparato represivo para transformar las palabras en medidas de guerra, y con ello defender las relaciones sociales de producción que las genera.

La disolución del TC

El Estado español es hijo de las condiciones concretas de su desarrollo, como lo pone de manifiesto la existencia de tres órganos jurisdiccionales en la cabeza del sistema judicial, el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y el Tribunal Constitucional, y aunque se solapan en muchas ocasiones, solo los dos primeros tienen un sentido abiertamente político; de establecimiento de los límites del régimen y la represión de todo aquel movimiento que se salga de estos límites.

Por este motivo ante el Tribunal Constitucional, como con la Audiencia Nacional, sólo cabe una propuesta, su disolución inmediata. La defensa de los derechos políticos y sociales es incompatible con su existencia; por ello no son de recibo las lágrimas de cocodrilo del PSOE, que a espaldas de UP, buscaba pactar con el PP la renovación del Consejo General del Poder Judicial: el aparato judicial español, comenzando por el TC, está tan corrompido que exige una renovación total.

Esta no es una discusión ajena a los intereses diarios de los trabajadores y trabajadoras, son los Tribunales los que dictan las sentencias, desde el despido y un desahucio, o la aplicación de los servicios mínimos en una huelga, hasta la pena de cárcel para raperos o titiriteros, pasando por las que favorecen a nazis, violadores o empresarios/políticos corruptos.

Son tribunales como el Constitucional los que dan el aval a la represión contra los pueblos, las luchas contra los desahucios, o en defensa de los derechos de l@s trabajador@s; y en ningún caso son neutrales, ni por el carácter de la Ley que aplican, como por la clase a la que pertenecen.

Frente a la conciencia social de que “los tribunales” nos darán la razón derivando las luchas hacia este terreno como hacen muchas organizaciones sociales y políticas, debemos tener claro que son parte del enemigo de clase en los que no se puede confiar “ni un tantito así”; que solo la lucha social, obrera y popular, puede ser motor de cambio. En el camino, la exigencia de la disolución de instituciones como el TC ayuda a romper esta confianza en su “neutralidad”.