El Ingreso Mínimo Vital (IMV), que se ha quedado en una versión «cutre» de la Renta Básica Universal que en su día prometió Podemos, es insuficiente en su cuantía y alcance, y además en su diseño y en las condiciones para recibirla tiene trampa y es estigmatizante.

Se anuncia como un logro el que sea compatible con las rentas mínimas de inserción que ya existen en las CCAA, y con otros ingresos que hubiese en los hogares. Pero compatible no significa acumulativa. El gobierno aportará a cada hogar que tuviese derecho a cobrarla únicamente la parte que no se cubran entre esas “rentas preexistentes”, entre las que se incluyen salarios, subsidios, alquileres, pensiones, subvenciones y también las rentas mínimas de inserción autonómicas, si tuvieran derecho a ellas, hasta alcanzar la cifra que le correspondiera por baremo. Esto en la práctica supone que aunque se corrigen las desigualdadades, puesto que el gobierno estatal garantizará un suelo de renta mínimo en todo el Estado, se mantendrá la discriminación y diferencias entre CCAA. Es más, Escrivá ya ha dicho que «dependerá de la soberanía de las comunidades decidir si a partir de ahora dejan de dar su propia prestación».

Para que se entienda mejor con un ejemplo, un/a trabajador/a que cumpla los requisitos para cobrar tanto la ayuda estatal como la Renta de Garantía de Ingresos de Euskadi (RGI), que es la más alta del Estado Español, y cobre un salario de 200 euros por algún trabajo por horas, recibirá 261,53 euros de ayuda estatal que se incrementarían en este caso a su favor por el Gobierno Vasco, hasta llegar a lo que le corresponda cobrar por la RGI vasca, que establece una cuantía máxima para una sola persona de 693,73 euros en 2020.

La gestión del IMV será transferida tanto a Euskadi como a Navarra, que recibirán así los fondos económicos, pero la tramitarán sin intervención del Estado. Esta concesión, tras el acuerdo alcanzado con PNV, supone un ahorro millonario para ambas Administraciones y asegura además al gobierno estatal un aliado más estable en las complicadas alianzas parlamentarias a las que por su debilidad, se ve obligado a recurrir.

Para cobrar esta renta, la persona o miembros de la familia tendrán que pasar obligatoriamente por un «itinerario de inserción», que se ha demostrado son en ocasiones estigmatizantes. En un país con un 14,5% de paro, donde el 90% de los contratos son temporales y un 13% de quienes tienen empleo son pobres, la burguesía quiere seguir disponiendo de un «ejército de reserva» del que echar mano cuando le haga falta. Así, hay que demostrar que una hace todo lo posible para encontrar un empleo y que está dispuesta a aceptar «lo que salga». Es por esto que su cobro será también compatible con un salario, pues ya ha dejado claro el ministro Escrivá que no quieren que «desincentive la búsqueda de empleo».

Mientras a empresas con beneficios multimillonarios se les conceden ayudas, avales y exenciones fiscales de millones de euros con el único requisito de haber visto reducida su facturación y sin mayores comprobaciones, las personas pobres, al contrario que los empresarios, son siempre «sospechosas» y necesitan cumplir los requisitos de acceso y una permanente vigilancia antes de acceder a unas ayudas públicas de miseria, que lejos de configurarse como un derecho social, se convierten en una contraprestación sujeta a estrictas condiciones que se pueden perder. Una cosa es que se ofrezca la posibilidad de entrar en procesos de inclusión social a quien lo demande y necesite, y otra que sea requisito obligado para cobrarla, convirtiendo esta prestación en un instrumento de control y coerción social.

La derecha en bloque, que no tiene ningún reparo en rescatar a la banca y a las empresas con dinero público como en 2008, se opuso al principio al cobro de esta «paguita», como la llama con sorna y despectivamente Vox, por considerarla una medida «comunista». Esto, aunque haya sido defendida incluso por el propio De Guindos, exMinistro de Economía con Mariano Rajoy y actual vicepresidente del Banco Central europeo, siempre y cuando se otorgue de forma temporal mientras dure esta emergencia sanitaria.

Ahora, que un estudio del CIS revela que el 80% de la población está a favor de algún tipo de ingreso mínimo para quien lo necesite, hasta Vox ha cambiado de opinión y dice «no oponerse» a ella.

Pablo Iglesias se siente «orgulloso y satisfecho» con una medida que vende como «el mayor avance en derechos sociales en democracia desde la Ley de Dependencia». Pero que supone un nuevo rebaje al programa inicial con el que su formación se presentó en política en 2014 y que no han dejado de lavar. De defender una Renta Básica Universal, pasó a presentarse en las generales con un programa en el que se hablaba de un subsidio de unos 600 euros para quienes lo necesitasen, cuyo coste se calculaba en unos 12.000 millones de euros al año. Y de ahí a esto.

No se puede curar el cáncer con aspirinas: ¡Por una salida socialista que acabe de raíz con la pobreza y la desigualdad!

Con todo, la mayor crítica que le hacemos a este Ingreso Mínimo Vital aprobado por el Gobierno, es que es un parche que no va a acabar con la pobreza y la miseria que va a seguir golpeando a la puerta de un número cada vez mayor de hogares.

Pequeñas concesiones para los trabajadores/as como ésta, sirven para enmascarar la esencia patronal de los planes de los distintos gobiernos que, como el de Sánchez, están dedicando sumas multimillonarias para evitar la quiebra de las grandes empresas, mientras las pequeñas empresas entran en bancarrota en gran escala y la clase trabajadora se emprobrece aún más. Migajas como el IMV quieren evitar las convulsiones sociales que pueden ocurrir en función de la crisis, engañando al pueblo con un clima de “unidad nacional” que es completamente falso.

Lejos de ser una medida revolucionaria o comunista, la Renta Básica estatal en sus distintas versiones, que ya existe en otros países de la Eurozona, es en realidad una idea muy antigua, con defensores de la misma tanto desde la derecha como desde la izquierda, y en distintas épocas. No cuestiona, ni pretende acabar, con las relaciones de explotación de este modelo económico, que es cada vez más insostenible e injusto, sino proporcionar a quien lo necesite, algún tipo de ingreso que le permita sobrevivir, y de paso lograr la paz social necesaria y una mayor «justicia social». Algo complicado en un sistema económico que, por su propio funcionamiento, genera cada vez más desigualdad y una concentración de la riqueza en cada vez menos manos. En nuestro país, el 10% más rico concentra el 53% de la riqueza.

Más allá de esta crisis sanitaria, en la actualidad la Renta Básica es defendida como un mecanismo para lograr el objetivo utópico de reforzar un Estado del bienestar hecho jirones, al que no vamos a volver, y que todos los gobiernos europeos, en mayor o menor grado, fueron desmantelando en estos años.

Las grandes crisis económicas, migratorias, ambientales y ahora el COVID-19 dejan claro que el capitalismo es un sistema en decadencia y obsoleto, que nos condena a una cada vez mayor desigualdad. Por eso, la única justicia social posible no es lograr una mayor redistribución de la riqueza. Es poner bajo el control de la clase trabajadora, que somos la mayoría social, los medios de producción para que sea ésta la que, por medio de una planificación democrática, decida y produzca lo necesario para satisfacer las necesidades sociales de la inmensa mayoría de la humanidad, y para lograr la sostenibilidad ambiental, ahora amenazada. Algo sólo posible acabando con este régimen y mediante el socialismo.