Mitad de la población palestina bajo ocupación sionista tiene menos de 29 años de edad, según informe de las Naciones Unidas de 2017. Ninguno de ellos conoce la tan decantada “paz” anunciada al mundo hace 25 años con la firma de los Acuerdos de Oslo. Ellos fueron firmados el 13 de setiembre de 1993, entre la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el Estado de Israel, bajo mediación de los Estados Unidos. El apriete de manos entre sus líderes, Yasser Arafat y Yitzhak Rabin, frente a la Casa Blanca y bajo la atenta mirada de Bill Clinton, fue transmitido en vivo por los canales de TV de todo el mundo. Un espectáculo mediático para que nadie le busque defectos. Hace mucho tiempo, la promesa de paz demuestra que no pasó de un 

fake news de la peor especie.

No fue un fracaso, por lo tanto, como algunos todavía insisten en afirmar. En su propósito enmascarado bajo el manto de la paz y de la coexistencia, Oslo fue absolutamente exitoso. El curso de la primera Intifada palestina (levante popular masivo), iniciada en 1987, representó una oportunidad para que Israel sedimentara su proyecto colonial y de apartheid, consolidando una economía dependiente de las ganancias con la ocupación. Desmovilizaría, para eso, la solidaridad internacional y debilitaría la resistencia palestina.

Firmando el reconocimiento mutuo entre la OLP e Israel, los acuerdos se basaron desde siempre en la injusta propuesta de dos Estados –o sea, de una Palestina en apenas 22% de su territorio histórico, que no contempla a la mayoría de la población, fragmentada y sin derechos–. La idea difundida al mundo era que el control de esa parte pasaría a manos de los palestinos gradualmente. Inicialmente, Cisjordania se mantendría dividida en áreas A (bajo administración de la AP, equivalente a 18%), B (mixta, entre Israel y AP, 22%), y C (bajo control militar exclusivo israelí, 60%). Enseguida después de la firma, Israel amplió la construcción de asentamientos y aparatos, como rutas exclusivas para colonos, que impidieron cualquier autonomía por parte de los dirigentes palestinos. Un año después, como complemento, fueron firmados los Protocolos de París, que sellaron la consecuente cooperación de seguridad de la AP con Israel –en otras palabras, la Autoridad Palestina pasó a administrar la ocupación, reprimiendo la resistencia palestina–.

Capitalismo y apartheid

La cuestión económica es clave en este proceso: cualquier fondo, importación o exportación por parte de la AP desde entonces está sujeto a revisión israelí, que aseguró el control sobre la circulación en tierra, mar, y sobre las fronteras. Fruto de ese proceso surgió una nueva burguesía en la Palestina ocupada, atada al proyecto sionista.

Como apunta la periodista Naomi Klein, en su libro La doctrina del choque – el ascenso del capitalismo de desastre, Oslo fue un punto de giro en una política que siempre tuvo en su base la limpieza étnica de los palestinos. Desde 1948 –año de la Nakba, la catástrofe palestina con la creación del Estado de Israel y la expulsión violenta de 75% de la población nativa árabe– hasta entonces, “todos los días, cerca de 150.000 palestinos dejaban sus casas en Gaza y en Cisjordania para limpiar las calles y construir las rutas en Israel, al mismo tiempo que agricultores y comerciantes llenaban camiones con productos para vender en Israel y en otras partes del territorio”. Luego de los acuerdos de 1993, el Estado judío se cerró incluso hasta para esa mano de obra barata, sustituyéndola por una nueva leva de inmigrantes sionistas.

Simultáneamente, Israel pasó a presentarse, en las palabras de la periodista, “como una especie de shopping center de tecnología de seguridad nacional”. En su libro, la autora afirma que, a finales de 2006, año de la invasión israelí al Líbano, la economía del Estado sionista, basada fuertemente en la exportación militar, se expandió vertiginosamente (8%), al mismo tiempo que se acentuó la desigualdad dentro de la propia sociedad israelí, y las tasas de pobreza en los territorios palestinos ocupados en 1967 alcanzaron índices alarmantes (70%).

No en vano los Acuerdos de Oslo son considerados por muchos palestinos como una nueva Nakba –un ejemplo lamentable de rendición del liderazgo histórico palestino a su verdugo–, como denunció desde el inicio el intelectual palestino Edward Said (1935-2003), quien denominaba tales acuerdos, correctamente, como los Tratados de Versalles de la causa palestina.

En este momento de decadencia del sionismo, con el aumento de la resistencia palestina y de la solidaridad internacional, Israel endurece la represión con las bendiciones del imperialismo. Trump intenta meter lo que denomina “acuerdo del siglo”, para liquidar de una vez la cuestión palestina. Promete presentarlo en su discurso del día 25 de este mes, en la 73° Sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Pero su plan se enfrenta con aquellos que no tienen nada que perder, sobre todo los “hijos de Oslo”, a la cabeza hoy de la resistencia heroica. Traen como principal bandera lo que saben que jamás vendrá por medio de negociaciones con sus verdugos: el retorno de los refugiados a las tierras de donde fueron expulsados –son cinco millones en campos solamente en la Palestina ocupada y en los países árabes, más millares dispersos por el mundo–. Se suman en la reivindicación por justicia los 1,5 millones de palestinos que persisten en los territorios de 1948, bajo el yugo de Israel, sometidos a leyes racistas –también ignorados en los dichos “acuerdos de paz”–. Es urgente dar eco a sus voces y cercarlos de solidaridad activa en este momento, atendiendo al llamado por Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) a Israel. Rumbo a la Palestina libre, del río al mar.