En los últimos años, en muchos países las elecciones han estado marcadas por el crecimiento y hasta incluso por la victoria de partidos y representantes de la ultraderecha. Aunque demagógicamente se diga defensora del pueblo contra las elites, su marca principal, con distintos énfasis dependiendo de cada país, es un programa que tiene como centro la xenofobia, el racismo, el machismo, y el nacionalismo. ¿Cómo se explican esos resultados?

 

Ascenso de la ultraderecha institucional

En países de la Unión Europea, como Italia, Austria, Hungría, Polonia, Suiza y Dinamarca, la ultraderecha ya gobierna o forma parte de coaliciones que están en el gobierno. En Hungría y Polonia, los gobiernos de ultraderecha están en el poder. En el caso de Hungría, Viktor Orbán es primer ministro desde 2010, a través del partido Fidesz, que es, actualmente, el mayor partido político del país. En Polonia, el partido de Jaroslaw Kaczynski, Ley y Justicia (PiS), gobierna desde 2015, cuando obtuvo 37,6% de los votos.

En Italia, en 2017, el Movimiento 5 Estrellas ganó 32% del electorado, y para gobernar negoció una coalición con el partido de la Liga, de ultraderecha, formando el gobierno de Giuseppe Conte, primer ministro que gobierna a la sombra de dos vices: Luigi de Maio (líder del 5 Estrellas) y Matteo Salvini (de la Liga). No obstante, quien viene imponiéndose en esa coalición, con su programa de ultraderecha, es Salvini, de la Liga.

En Eslovenia, en junio de 2018, Janez Jansa, líder del Partido Demócrata (SDS), ganó las elecciones con 24,9% de los votos, pero no consiguió coalición con ningún otro partido para gobernar.

En Francia, en Alemania y en Holanda, los partidos de extrema derecha fueron derrotados en las elecciones de 2017, pero crecieron en relación con otros años. Marine Le Pen quedó en segundo lugar en Francia. En Alemania, el Alternativa para Alemania (AfD), partido político liderado por Jörg Meuthen y Alexander Gauland, obtuvo 12% en las elecciones de setiembre de 2017, tornándose la tercera fuerza política del país. Y el Partido para la Libertad, de Geert Wilders, se convirtió, en marzo, en la segunda fuerza del Parlamento holandés.

En Suecia, el Partido de los Demócratas Suecos (SD) alcanzó 17,6% de los votos, la tercera fuerza, con más de cinco puntos arriba del 12% que obtuvo en las elecciones de 2014.

Otros países en que la derecha creció en las últimas elecciones y consiguió entre 10 y 20% de los votos fueron Finlandia (17,7%), Letonia (16,9%), Eslovaquia (16,6%), Bulgaria (13,2%).

Y en el Estado español, que aún no había entrado en esa lista de países, la ultraderecha, a través del Vox, también consiguió 12 escaños en el parlamento de Andalucía en noviembre de 2018, pasando de cerca 18.000 votos en las elecciones regionales de 2015 a casi 400.000 votos en las elecciones de 2018.

Como consecuencia, las previsiones para el parlamento europeo, que tendrá elecciones del 23 al 26 de mayo de 2019, son también de crecimiento de la ultraderecha.

Además de esa realidad en Europa, está Estados Unidos, donde ya en 2016 ganó Trump, que aunque haya sido elegido por el Partido Republicano dio voz a propuestas nítidamente defendidas por la ultraderecha. Y, por fin, en 2018, fue la vez de Bolsonaro en el Brasil, que creció y ganó las elecciones con una agenda de ultraderecha asumida y referenciada en gobiernos como el de Trump en Estados Unidos y el de Orbán en Hungría.

A partir de esos y otros resultados, no hay duda de que la ultraderecha ha ganado espacio electoral en Europa y en otros países en el mundo. Pero, ¿quién es esa ultraderecha y por qué está consiguiendo esos resultados?

Una “ultraderecha institucional”

La ultraderecha que hoy crece, busca llegar al aparato estatal a través de las elecciones, con un programa que seduce a sectores medios y hasta incluso pequeñoburgueses que ven caer su nivel de vida con la crisis. Esta se presenta para los/as trabajadores/as y sectores más pobres –que están siendo masacrados– como alternativa a la izquierda y a la derecha liberal.

Se trata de un programa que en lo que respecta a la crisis económica profundiza los ataques sobre los de abajo para salvar a los de arriba. Pero viene disfrazado con propuestas racistas, xenofóbicas, machistas y nacionalistas que ocupan un papel central en sus campañas y son defendidas como resolución de los problemas sociales, económicos y, de acuerdo con ellos, morales que vive la sociedad. Sin embargo, son en realidad concepciones que ponen a los pobres en enfrentamientos, dividiendo y debilitando a la clase trabajadora en los ámbitos nacional e internacional. Un ejemplo de eso es culpar a los inmigrantes por la falta de empleo o por el deterioro de los servicios de salud y de protección social en los países.

Esa ultraderecha tiene como objetivo destruir la democracia burguesa y sustituirla por un régimen autoritario. No obstante, contradictoriamente, los representantes de la ultraderecha están obligados a echar mano de la democracia burguesa, a través de las elecciones, para llegar al gobierno, y utilizar el Parlamento para aprobar sus leyes; por eso son llamados de “ultraderecha institucional”. Eso no significa que esa ultraderecha deje de ser peligrosa y que grupos y elementos directamente fascistas no se aprovechen de su crecimiento para buscar organizarse y fortalecerse, pero diferenciemos esa ultraderecha del fascismo.

No estamos a favor de la generalización que hace la mayoría de la izquierda de que todo es fascismo, pues esa caracterización justifica su política de frente único con organizaciones y partidos y/o apoyo a gobiernos traidores que tienen como objetivo desviar la lucha directa hacia las elecciones, con propuestas de reformas que mantienen todo como está.

Por eso, además de la caracterización real de esa ultraderecha, es fundamental entender también por qué ella crece y gana espacio electoral en varios países.

¿Qué explica ese crecimiento?

¿Cómo puede ser que partidos y políticos que defienden revocar la memoria histórica de sangrientas dictaduras fascistas del pasado, que no aceptan la discusión de género, que son capaces de cerrar las fronteras para los inmigrantes, que tienen propuestas nítidamente racistas, estén creciendo? ¿Cómo puede ser que partidos que hace algunas décadas no conseguían siquiera representación parlamentaria estén ahora ganando gobiernos?

La mayoría de la izquierda explica esa realidad diciendo que hay una ofensiva de la burguesía y una onda reaccionaria, en las cual los/as trabajadores/as dieron un giro a la derecha y están en crisis ideológica, lo que caracteriza el triunfo de la reacción. Esa explicación subjetiva, que no utiliza las enseñanzas del marxismo de hacer los análisis partiendo de la existencia hacia la conciencia, no es más que un argumento justificativo para explicar su completa capitulación a la estrategia reformista de mantención del sistema de explotación capitalista, con un poco de maquillaje que llaman justicia social o mejor distribución de renta.

Nosotros no tenemos esa opinión. Creemos que la explicación de fondo está relacionada con dos cuestiones:

La polarización de la lucha de clases

La crisis económica de 2007-2009 abrió la fase descendente de la economía y trajo un desequilibrio para el capitalismo mundial, pues pone en disputa la cuestión de quién va a pagar por la crisis, provocando fuertes roces y polarización entre ricos y pobres. En todo el mundo, la burguesía, que nunca pagó por ninguna crisis, tampoco quiere pagar por la actual y busca arrojar en las espaldas de los/as trabajadores/as y del pueblo pobre sus costos, resultando en una ofensiva del imperialismo contra la clase trabajadora, tanto en países periféricos y dominados –que son los primeros– como también en países centrales. De esa forma, aunque de manera desigual, esa inestabilidad se presenta en todos los continentes.

La ofensiva viene a través de reformas y ajustes, que en la práctica significan un ataque profundo al padrón de vida de las masas, llevando a una gran insatisfacción de la población trabajadora y del pueblo pobre en general.

No obstante, los ataques de la burguesía están siendo respondidos, aunque con ritmos distintos, por la reacción del movimiento de masas, estableciendo una polarización en la lucha de clases, un enfrentamiento entre la revolución y la contrarrevolución.

Esa reacción se concreta en huelgas y manifestaciones radicalizadas, como vimos en países como Grecia en 2015 y 2016, y también en Francia, en 2016, contra la reforma laboral, y actualmente con el movimiento de los chalecos amarillos. En Europa, Grecia fue el primer país periférico donde los planes de la Troika (Fondo Monetario Internacional, Banco Central Europeo y Comisión Europea) fueron implementados para garantizar el pago de las deudas del Estado para con el capital financiero, significando un ataque brutal a los derechos de la clase trabajadora y a la asistencia social del Estado. Sin embargo, el ajuste, más allá de ser impuesto a los países periféricos, también llegó a países centrales como Francia. Y la reacción de las masas en Francia es uno de los mayores ejemplos de las victorias y las derrotas, de los retrocesos y la vuelta a la lucha que esa polarización de la lucha de clases provoca.

Además de los países europeos que vienen llamando la atención por el nivel de reacción del movimiento de masas, las luchas están dándose con ritmos diferentes, victorias y retrocesos, en muchos países de todos los continentes, como en la Argentina, en el Brasil y en Costa Rica, en América Latina; en países del África, como Sudán y el Congo; y también en Asia, como podemos ver en las luchas en la India, de este enero de 2019.

Esa polarización, con enfrentamientos más fuertes y violentos, abre espacio para las posiciones que se enfrentan a la derecha y a la izquierda para la resolución de la crisis. Eso explica el crecimiento de las alternativas electorales de derecha, con sus propuestas para salvar a las masas de la crisis establecida.

Pero eso no significa, como dicen los reformistas, una “onda conservadora”, donde la reacción triunfa y las masas dan un giro ideológico a la derecha. Las masas luchan con todas sus fuerzas, con nuevos métodos y hasta cuestionando las viejas direcciones, sufren derrotas, vuelven a luchar, pero, como no conocen otro camino que no sea la democracia burguesa, ponen sus esperanzas en el cambio de gobierno y votan en alternativas de ultraderecha que prometen resolver sus problemas.

La izquierda reformista se apega a ese escenario electoral y transforma en derrota todo el proceso, promoviendo la desmoralización y el desánimo en los/as luchadores/as. Para nosotros, revolucionarios, al contrario de los reformistas, ese escenario abre espacio para el camino de la lucha y de los enfrentamientos y para la alternativa revolucionaria de solución de la crisis, que solo puede ser la destrucción total del sistema capitalista. Es esa salida la que tiene que ser presentada a las masas, que cada día muestran más su disposición de lucha, pero sin embargo no consiguen vislumbrar el camino para la solución de sus problemas.

Mientras tanto, aquí cabe la pregunta: ¿por qué crece la derecha en lugar de la izquierda?

La crisis del reformismo

Los reformistas, organizados en los viejos partidos de la socialdemocracia europea, siempre fueron la “izquierda” conocida por el movimiento de masas, o sea, los socialistas. Pero esos socialdemócratas nunca tuvieron el socialismo como alternativa de sistema económico y social. El “socialismo” que ellos defienden significa conseguir migajas de la burguesía, ya que el problema, según ellos, está en la cuestión de la distribución de la riqueza y, por eso, su objetivo nunca fue destruir el capitalismo sino tornarlo más justo.

Mientras la burguesía vivía períodos de auge económico y hacía concesiones, esos “socialistas” sobrevivían muy bien y contaban con el apoyo y los votos de los/as trabajadores/as para estar al frente de los gobiernos en muchos países europeos. Sin embargo, con la decadencia del capitalismo y, consecuentemente, sus crisis, la burguesía cortó las migajas, y más: pasó a atacar los derechos de la clase trabajadora. Con eso, el movimiento de los socialdemócratas fue el de ir abandonando incluso la bandera de defensa de una distribución más justa de la riqueza.

Como no pretenden enfrentar el sistema y cambiar las relaciones de propiedad, se ven acorralados por la falta de dinero, que cada día se concentra más en las manos de la burguesía, y pasan a implementar directamente, a partir de los gobiernos donde están, los planes de ajuste exigidos por el imperialismo, haciendo que los/as trabajadores/as paguen por la crisis.
Fue a partir de esa práctica en gobiernos como los de Italia, Francia y Grecia, que el viejo reformismo entró en crisis. En Francia, por ejemplo, el Partido Socialista (PS), que tenía la mayoría absoluta en el Parlamento y estaba en la presidencia con François Hollande, inició en 2017 la reforma laboral que impuso grandes pérdidas a la clase trabajadora francesa. En 2017, el candidato presidencial del PS consiguió solo cerca de 6% de los votos. Con eso, Macron, aun cuando representante fiel de la burguesía, apareció como algo nuevo y ganó las elecciones, y Marine Le Pen, representante de la ultraderecha, creció en relación a otros años y disputó el segundo turno con Macron.

Esa crisis llegó también a los partidos socialdemócratas de otros países, como Holanda, Suecia y Austria. Incluso en Suecia, la socialdemocracia impuso cortes en el estado de bienestar social de los/as trabajadores/as para salvar a la burguesía, y vive hoy una crisis, aunque permanezca en el gobierno.

En el Brasil ocurrió lo mismo con el PT. Este aprovechó el crecimiento económico en el inicio de los años 2000, que posibilitó engañar a la clase trabajadora con las migajas de la mesa harta de los ricos, para ganar las elecciones y permanecer en el poder sin ningún enfrentamiento contra los explotadores. Cuando la cuenta de la crisis económica llegó, el PT pasó a ayudar a la burguesía a implementar sus planes de ataque a la clase trabajadora, abriendo camino para la victoria de Bolsonaro, candidato de ultraderecha, en las elecciones de 2018.

La crisis del viejo reformismo abrió un espacio que fue ocupado por el nuevo reformismo, a través de partidos y movimientos que se presentan ante las masas como una nueva izquierda. A pesar de las diferencias entre ellos, de manera general fue así en Grecia con Syriza, en Italia con Refundación Comunista, en el Estado español con Podemos, o en Portugal con el Bloque de Izquierda. De la misma forma, en el Brasil surge también el nuevo reformismo con el PSOL.

No obstante, el nuevo reformismo mantiene la misma estrategia del viejo reformismo y rápidamente evoluciona a la derecha, sea aplicando en el gobierno los mismos planes de ajuste, sea cumpliendo en el movimiento el papel de desmontar las luchas directas y desviarlas hacia las elecciones. El caso más emblemático fue Grecia, donde Syriza, que en un primer momento apareció como una alternativa para enfrentar el paquete de austeridad impuesto por la Unión Europea [UE], duró poco y, aunque haya sufrido algunas crisis internas, capituló como el viejo y fiel reformismo a los dictámenes de la burguesía.

El ejemplo de Syriza muestra que, a diferencia de los viejos partidos socialdemócratas, el nuevo reformismo muestra su cara más rápidamente, pues, como no rompe con el capitalismo y no cuenta con la posibilidad de concesiones de la burguesía, acaba rápidamente cumpliendo el mismo papel del viejo reformismo, de ser cómplice de la burguesía y responsable por acabar con las viejas conquistas.

La política de los reformistas, de contención de las movilizaciones y desvío de estas para la salida electoral, de imposición de los planes de ajuste dictados por el imperialismo sobre la clase trabajadora y los pobres, da munición para que la ultraderecha haga propaganda de que es la nueva alternativa contra la “izquierda” y contra el “socialismo” que supuestamente esos reformistas representan.

En conclusión, la gran crisis económica provoca la quiebra de los viejos equilibrios que envolvían a los países y las clases sociales. Es eso lo que está en la base de la polarización social que vemos en varios países del mundo. Esa polarización lleva a la disputa política entre salidas de izquierda y de derecha para la situación que viven los/as trabajadores/as y el pueblo pobre. Desgraciadamente, los reformistas, como muleta de la burguesía, cumplen el papel de manchar el nombre de la izquierda y del socialismo, generando así el odio por parte de la clase trabajadora, que, aun cuando en las luchas concretas esté buscando una sociedad justa –que solo puede ser una sociedad socialista–, pasa a desconfiar de todas las agrupaciones y direcciones de izquierda, incluso aquellas que son verdaderamente revolucionarias. En el campo institucional abren camino para la ultraderecha, que se aprovecha de la traición del reformismo para desmoralizar las alternativas de izquierda y fortalecerse electoralmente.

Y para completar la traición y no asumir su culpa, el reformismo y toda la izquierda que los apoya, incluso con matices diferentes en la posición defendida, coloca la culpa en las masas afirmando que giraron al conservadurismo reaccionario y votan a la ultraderecha. Cuando el movimiento de masas comienza a luchar contra los ajustes, esa misma izquierda tasa el movimiento de reaccionario y vinculado a la ultraderecha.

¿Cuál es la salida?

Es posible derrotar al imperialismo, la burguesía y los planes de ajuste. Pero esa tiene que ser la derrota del capitalismo que está podrido y no puede resolver los problemas de las masas que hoy sufren con todos sus males. La desigualdad social creciente no es una falla del sistema, es parte de su propia esencia. La ultraderecha es una más de sus armadillas para desviar la lucha directa hacia las elecciones, engañando a las masas con la esperanza de que las cosas van a cambiar.

La derrota del capitalismo y de sus defensores, el viejo y el nuevo reformismo, la ultraderecha y las figuras que aparecen como salvadoras de la patria, solo podrá ocurrir en la lucha directa, en las calles, y poniendo el poder bajo el control de los/as trabajadores/as.

Y, a diferencia del discurso de los reformistas, los/as trabajadores/as, lejos de estar derrotados o ganados para una ideología reaccionaria, están mostrando que tiene disposición, están luchando en las calles en varios países, sea en aquellos donde gobierna la ultraderecha, como en Hungría, o en los países donde gobierna lo “nuevo”, como en Francia.

Hungría es un ejemplo de que los/as trabajadores/as, aunque hayan mantenido a Orbán, representante de la ultraderecha, desde 2010, como primer ministro, tienen disposición de lucha. De acuerdo con el análisis de la izquierda derrotista, defensora de la “onda conservadora”, eso sería imposible, pero en Hungría está habiendo una onda de protestas desde que el gobierno de Orbán aprobó la llamada “ley de la esclavitud”. Además, Orbán y su partido, el Fidesz, vienen pasando por varias denuncias de corrupción, mostrando que la ultraderecha, además de mentir diciendo que va a resolver los problemas del país, no pasa de fiel representante de los explotadores y tiene sus manos sucias con la corrupción, junto con toda la burguesía nacional e internacional. Las protestas en Hungría comprueban que la ultraderecha sirve directamente a los explotadores y también que encuentra resistencia cuando aplica sus planes.

Francia es otro ejemplo: incluso después de sufrir una derrota en la lucha contra la reforma laboral en 2017, las manifestaciones explotaron nuevamente frente al aumento de los impuestos y, esta vez, consiguieron hacer retroceder al gobierno.

El movimiento de los chalecos amarillos refleja la necesidad de enfrentar el poder político, chocarse con el sistema capitalista. También comprueba una vez más el papel de los reformistas, representados por la burocracia sindical de la Central General de los Trabajadores de Francia (CGT), que en principio tachó el movimiento de reaccionario y vinculado a la extrema derecha. E incluso después que ese argumento fue desmoralizado por la fuerza, las reivindicaciones y la radicalización de la lucha, mantiene una política de aislarlo y al mismo tiempo intenta negociar con el gobierno a espaldas del movimiento.

Lo que las luchas han mostrado es que las masas, inconformes con los ataques que están sufriendo, buscan alternativas, muestran su creatividad en la organización de la resistencia, conquistan victorias y sufren retrocesos, se chocan con sus direcciones tradicionales, vuelven a ser engañadas por ellas.

También han revelado la necesidad de una dirección revolucionaria que pueda ayudarlas a encontrar el camino para la ruptura directa con el capitalismo. Es por eso que a los revolucionarios no puede faltarles disposición y firmeza para el apoyo y la intervención en esas luchas, al mismo tiempo que deben presentar alternativas de organización a los activistas que están buscando nuevas referencias, pues la organización es imprescindible para que la fuerza y la disposición del movimiento no se desvanezcan.

Es fundamental para el movimiento que organizaciones como la CSP-Conlutas en el Brasil o como No Austerity en Italia, que se basan en la democracia obrera y en el estímulo a la lucha directa, sean construidas y presentadas al movimiento como alternativas. Así como también es de vida o muerte que partidos revolucionarios, que tengan como estrategia la derrota revolucionaria del sistema capitalista –que es el verdadero culpable de las desgracias que alcanzan a aquellos que trabajan y producen para el desarrollo de la sociedad– sean construidos y fortalecidos para disputar la conciencia de los/as trabajadores/as y ganarlos para la alternativa revolucionaria.

Esas organizaciones revolucionarias, tanto sindicales como políticas, además de combatir a los responsables directos por el sistema de explotación en que vivimos –la burguesía–, no pueden dar un minuto de tregua para el viejo y el nuevo reformismo, y para las burocracias sindicales.

Organizaciones y gobiernos reformistas o neorreformistas como la Geringonça en Portugal, el PSOE en el Estado español, Syriza en Grecia, PT y PSOL en el Brasil, o centrales sindicales burocráticas como la CGT del Estado español o la de Francia, bajo el argumento de que el movimiento está derrotado y de que estamos viviendo un retroceso, acaban sosteniendo el capitalismo y a la burguesía, y por eso tienen que ser desenmascarados, combatidos y derrotados.

La tarea de los verdaderos revolucionarios no es echar la culpa a las masas, que buscan desesperadamente un camino para la solución de sus problemas, y sí mostrar que existe alternativa de poder. Es disputar la conciencia de las masas, disputar la dirección del movimiento, y mostrar para esos/as luchadores/as que podemos gobernar a través de nuestros propios organismos. Que podemos construir una sociedad con un nuevo régimen, donde no haya explotación y donde las decisiones sean tomadas democráticamente por el pueblo trabajador.

Traducción: Natalia Estrada.