Desde el 15M ha tomado carta de naturaleza en amplios sectores de la izquierda y el progresismo democrático, la denuncia del «régimen del 78», unos para regenerarlo, otros para llevarlo hasta el final, y los menos todavía, para romper con él. Pero,  ¿hablamos de lo mismo cuando nos referimos al «régimen del 78»?

Por Roberto Laxe

Casta y clase, como definir un estado

Un estado es la forma histórica que tiene una clase social de organizarse para defender sus intereses. El imperio romano era un estado esclavista, que tuvo diversos regímenes (la monarquía, la república, el imperio), la Francia pre revolucionaria era un estado feudal, con un régimen absolutista. La Francia actual es una democracia burguesa, un estado burgués, con formas democráticas, aunque cada vez menos democráticas, véase el estado de excepción instalado en el país desde noviembre de 2015 y la manera como Hollande ha aprobado la reciente reforma laboral, por decreto.

El régimen es la manera concreta de la clase dominante para organizar las instituciones del estado burgués, ligada a la correlación de fuerzas entre las clases sociales y las fracciones de la clase dominante. El estado, como forma de ejercer el poder de una clase sobre otra, tiene como instituciones fundamentales aquellas con las que se ejerce, el ejército y el poder judicial. Un régimen dictatorial se apoya centralmente en estas dos, y es la fuerza de las armas la que legitima su dominación; mientras que un régimen democrático introduce un elemento subjetivo, la legitimación de ese poder ante y entre la sociedad. Para ello precisa de instituciones que se liguen a la capacidad de decisión individual a través del voto.

Las formas del estado están directamente relacionadas con las relaciones sociales de producción, con las formas que asumen la propiedad privada y la acumulación de riqueza, y que se manifiesta en una organización institucional, de la “casta”, concreta. La “casta” no son los propietarios de esos medios de producción y distribución, sino sus “gestores”. En el esclavismo, como en el feudalismo, sea el régimen que domine –es en este caso en el que la utilización del término “casta” adquiere todo su sentido-, esas formas de acumulación de riqueza se basan en la expansión militar “en nombre del dios de turno”; son formas de explotación y opresión “manu militari”, por lo que las castas militares o religiosas son las que tienen preeminencia en el Estado y en la misma propiedad, confundiéndose en muchas ocasiones.

Por su parte, en el capitalismo la acumulación de riqueza se realiza de manera directamente económica; se basa en el contrato de trabajo, en el asalariado / a “libre”, lo que fortalece la necesidad de que las formas estatales, a través de las “castas” políticas, legitimen la explotación, de lo contrario, las explosiones sociales se sucederían constantemente. Por todo ello no podemos olvidar nunca, so pena de perdernos en las maniobras de la clase burguesa para legitimar su dominio a través de recambios en la “casta”, es que el estado actual, como el régimen, tiene apellido; es burgués, construido para la defensa de los intereses de la clase propietaria de los medios de producción, distribución y financieros, y facilitar la acumulación de capital.

En el Estado español la casta, que sí existe, es la capa dominante en ese estado y en ese régimen, y como tal, adquiere su apellido. No existe la “casta” en abstracto, es la casta de un estado burgués, y un régimen heredado del franquismo. En este sentido podríamos decir que tiene “dos apellidos… y no vascos”: es una casta burguesa neofranquista. A la que por mor de un histórico pacto en 1978, se le suma una “casta” burguesa no franquista, el PSOE, y la “casta” sindical, más conocida como la cúpula de los sindicatos mayoritarios.

La esencia continuista del régimen del 78

Históricamente el «régimen del 78» hace referencia a la Constitución en la que cristalizó todo el largo proceso de la Transición, que comenzara en 1970 con los procesos de Burgos, cuando la movilización social derrota por primera vez a la dictadura imponiéndole la conmutación de las penas de muerte contra los condenados, por penas de prisión; y terminaría el 23 F del 81 con la legitimación como «demócrata» del nuevo Jefe del Estado, el rey Juan Carlos. No fue un proceso lineal, en la que algunos franquistas se reconvierten en «demócratas», agrupándose alrededor de la figura de Suárez y la UCD, mientras otros se encastillan en el bunker franquista, con Fraga y los suyos como referentes; sino que fue un periodo de duras, durísimas luchas obreras, estudiantiles y populares, con decenas de muertos, heridos, detenidos, etc. como las huelgas de Ferrol, Vitoria,…

Fue un periodo agudo de la lucha de clases, resultado de la crisis de una de las dictaduras más salvajes del siglo XX, equiparable a la nazi. La fuerza del movimiento abrió grietas entre la burguesía, que se dividió en varios bandos sobre la política de cómo enfrentar y derrotar al movimiento obrero y popular. La UCD representaba al sector «negociador», mayoritario a partir del 76, tras la muerte del dictador y las grandes huelgas de comienzos de ese año, que tumban al primer gobierno de la monarquía, el Arias-Fraga. Por su parte, Alianza Popular recogía los sectores duros que negaban cualquier negociación con los representantes del movimiento obrero y lo que se dio en llamar la «oposición» democrática, agrupada en la PlataJunta.

La fortaleza del movimiento antifranquista, animado por las revoluciones portuguesas y griegas que había derribado a sus dictaduras, hizo que las fuerzas democráticas entraran a negociar con la UCD una salida a una crisis que amenazaba con desbordar los marcos del sistema capitalista; cosa que puntualmente había sucedido (las mencionadas huelgas de Ferrol o Vitoria, por ejemplo). Por su parte, las burguesías vascas y catalanas hacia tiempo que habían roto los puentes con el régimen franquista, eran parte de esa oposición democrática, y con su mera presencia cuestionaban una de las patas del poder del Estado Español, su unidad centralista.

En estas condiciones de conflicto de clases y entre las mismas fracciones de la clase burguesa empantanada, era necesario un árbitro que, aparentemente por encima de las clases y sus diferentes sectores, cumpliera un papel de intermediario «neutral», o “Bonaparte” en el sentido que Trotski le da al término, recogido del 18 de Brumario de Marx, cuando analiza el ascenso de Luis Bonaparte al gobierno de Francia. El bonapartismo se produce cuando la clase burguesa, por sus divisiones internas, es incapaz de imponer a la clase obrera y el pueblo una victoria, y delega en una figura, normalmente una persona que por sus características puede aparecer como «intermediaria» en los conflictos sociales. El rey cumplía este papel entre los sectores de la burguesía franquista puesto que había sido puesto por el propio Franco. No así, respecto a la burguesía vasca y catalana, ni mucho menos respecto al movimiento obrero.

A lo largo de los años posteriores a la muerte de Franco se produce una negociación entre los diferentes sectores sociales en conflicto, sean burgueses o no, que culminan en los acuerdos asumidos por todos, desde el PCE hasta la UCD o AP, menos por el PNV, en los pactos constitucionales; en la Constitución que da nombre al Régimen, la del 78. El rey es admitido como el árbitro de los distintos conflictos sociales. Desde la derecha no hubo ningún problema, era uno de los suyos… Los problemas surgieron desde la clase obrera y el pueblo, ante los que tuvieron que legitimarlo como «demócrata».

La Transición, con su Ley de Amnistía, fue el punto y final de la dictadura, liberando a los responsables de los crímenes del franquismo de sus responsabilidades. El Régimen del 78 fue como las instituciones fundamentales del franquismo, la judicatura (la Audiencia Nacional heredera del Tribunal de Orden Publico), el ejército y el rey, convenientemente adornadas, pasaban de ser criminales a ser «democráticas. Ninguno de ellos tuvo nunca que responder por sus crímenes, incluso ahora, 40 años después, hay que aguantar al ministro de Gobernación/Interior del PP decir que «ellos ganaron la guerra».

Pero esta Transición tuvo otro efecto, no por menos visible, más demoledor para la sociedad española. El continuismo institucional con adornos democráticos supuso que el llamado franquismo sociológico mantuviera intacta su conciencia de «vencedores» de la guerra, y los privilegios que ello conllevaba. No existió ninguna “reconciliación nacional” como preconizaba el PCE, puesto que esa «reconciliación» solo significó que con ella, la izquierda, la clase obrera olvidaba los crímenes de los represores, mientras éstos, y la base social en la que se apoyaba (y apoyan) seguían (y siguen) considerándose los «vencedores» de la guerra.

Porque este es uno de los elementos decisivos de toda la historia. El franquismo a lo largo de 40 años creó una amplia base social, el llamado «franquismo sociológico», sobre las prebendas a ex soldados y militares falangistas, franquistas, requetés, tradicionalistas, carlistas, opus deístas y demás familias «ideológicas» que apoyaron el golpe y vivieron, como dijo Mayor Oreja, bajo la «placidez» de la dictadura. Tras la figura de Franco, y bajo el régimen corrupto que dirigió, crecieron fortunas sobre la base del robo de las propiedades de todo aquél que fuera acusado de «rojo» o «republicano», el estraperlo, la construcción de obras publicas a base de subvenciones del estado (embalses, carreteras,…) y la misma reconstrucción de un territorio devastado por tres años de guerra civil.

El franquismo dio prebendas a los «caballeros mutilados», como se llamaba a los heridos de la guerra, hasta en los asientos del transporte público, a las viudas de los militares franquistas en forma de estancos o expendedores de lotería. Y con el desarrollismo de los 60, al calor de los «30 gloriosos» europeos, que generó un turismo que, hoy como ayer, se convertía en la única industria pujante de un capitalismo anémico y corrupto, cuajó una conciencia en sectores de los asalariados/as, hijos de la generación derrotada de la guerra civil, de «con Franco se vivía mejor».

Esta base social, los hijos de esos sectores que siguen viviendo del enriquecimiento de sus padres y abuelos, y se sientan en consejos de administración de pequeñas, medianas y grandes empresas; es el franquismo sociológico que da al PP esa apariencia de fortaleza social y mantiene intactas estructuras ideológicas impensables en estados como en Alemania o Italia: admitirían como normal que el estado financiara la «fundación Adolf Hitler» o la «Benito Mussolini». Cómo el franquismo nunca fue derrotado, sino que fue «adornado» con formas democráticas, su base social sigue viendo en él un régimen de «placidez» que se traslada ahora a la «estabilidad» de las mayorías absolutas del PP. ¿Cómo no va a gobernar el PP, si «ha ganado» las elecciones, en base a una legislación electoral creada para garantizar esa estabilidad?, como «ganó» la guerra, y le dio todos los derechos a hacer lo que les viniera en gana. Para un «franquista sociológico» es impensable otra opción.

En conclusión, el régimen del 78 es la cristalización de una correlación de fuerzas muy precisa, en un momento histórico concreto, en el que la burguesía, por sus divisiones internas, y la clase obrera y el pueblo por sus dirigentes, que preconizaron una «reconciliación» que nunca existió, buscaron un «hombre bueno», neutral, un «bonaparte» que como un «padre» evitara los conflictos entre sus hijos: una concepción paternalista de la política, de un clase que fue incapaz de hacer su revolución burguesa. A casi 40 años de esa Constitución, el franquismo sociológico sigue existiendo y tiene una marca política, el PP y un jefe del estado que sin tapujos reivindica ese pasado neofranquista; mientras la clase obrera se ve sumida en un sempiterno proceso de reorganización.

El eslabón débil

La crisis del PSOE y de la izquierda hay que verla, justo en este marco. La cadena siempre rompe por el eslabón más débil, y la cadena que sostiene el régimen ha roto por la llamada “izquierda”; la que se sitúa en su ala izquierda. Porque si la Constitución del 78 fue la cristalización legal de una correlación de fuerzas, los casi 40 años que han transcurrido han roto esta correlación de fuerzas. Mientras la burguesía, al calor de la crisis tiende a una mayor centralización del poder en manos del Estado central, lo que le genera problemas con los “periféricos”, pero mantiene más o menos intactas, las superestructuras políticas con las que entró en el Régimen del 78 (la monarquía, el ejercito y la judicatura), la clase obrera y los pueblos han visto como sus organizaciones, o bien han ido desapareciendo una tras otra (las organizaciones de la extrema izquierda), o se han instalado en el “ala izquierda” del régimen. El PSOE es la última victima de este cambio en la realidad social.

La izquierda que apoyó y se integró plenamente en el régimen, llamando a votar si a la constitución que le pone nombre, está hoy prácticamente desaparecida, y las nuevas generaciones de trabajadores y trabajadoras han visto como el hilo rojo que une sus luchas con las de los años 60 y 70 ha desaparecido, obligando a un constante “renacer”.

Entender el verdadero carácter del régimen del 78, como el conjunto de instituciones que con el aval de la izquierda que de aquella se llamaba reformista, consiguió, primero congelar, y después derrotar al movimiento obrero y popular. Un conjunto de instituciones que tienen una clave de bóveda en la institución monárquica que les da coherencia y continuidad, de ahí su carácter inviolable y el pacto de silencio que hay a su alrededor.

Los problemas para este régimen es que la crisis detonada en el 2007 ha puesto de manifiesto, de nuevo, el carácter anémico del capitalismo español, basado como siempre en el turismo y la construcción, además del saqueo de las cuentas publicas a través de la corrupción galopante; y ahora no tienen ningún PCE o PSOE, con la autoridad que estos tenían en la Transición, uno por haber sido la vanguardia en la lucha antifranquista y los otros por su historia, que puedan reconducir las inevitables luchas obreras y populares que se van a dar; sino que la nueva clase obrera, aunque tenga que aprender casi de la nada, tendrá que construir nuevas organizaciones políticas, sindicales y sociales, tal y como la clase obrera lo hizo, y en condiciones mil veces peores (la cárcel o la muerte era lo que esperaba a cualquier activista), en los años 60 y 70.

El 15M puso sobre la mesa el hecho de que la cadena del régimen del 78 rompió por el eslabón más débil, era la base social del  PSOE la que lo protagonizó, pero porque la clase obrera no fue la protagonista, sino las clases medias empobrecidas por la crisis, no sacó todas la conclusiones que de esa crisis se deben extraer: el régimen bonapartista del 78 es la única manera que tiene el capitalismo español de organizar la sociedad. Acabar con el régimen del 78 significa golpear en el corazón del capitalismo, por eso, incluso cuando otro sector burgués, el catalán ahora, pone en cuestión al régimen, su estructura centralista, los gritos de la burguesía centralista se escuchan en todo el mundo. No pueden admitir tocar ni una sola coma de la Constitución, salvo para endurecerla (articulo 135): los gobiernos pasan, el régimen persiste y eso es lo que da estabilidad al capitalismo español.