Cuando el gobierno de Rajoy aplicó el 155 en Catalunya se descubrió la utilidad del Senado, esa cámara parlamentaria elegida de manera antidemocrática que parecía no servir para nada, donde la derecha se garantiza siempre una mayoría y que era objeto de bromas. Pues no, la burguesía no da puntada sin hilo, y el Senado que normalmente es bastante inútil surge como la principal herramienta para garantizar la “unidad de España”, pues es él y no el Congreso de los Diputados, el que está capacitado para suspender los derechos autonómicos y aplicar el 155.

Ahora, con la sentencia contra el Estado de Alarma ante la pandemia por vulnerar el derecho a la libre circulación, se ha descubierto definitivamente la utilización del Tribunal Constitucional como una «tercera cámara» que sustenta el régimen del 78.

Al TC no le importa lo que el pueblo o sus representantes parlamentarios hayan votado; ellos deciden lo que es “democrático”, equiparado a “constitucional”, y lo que no. Desde el «cepillado» del Estatut, el TC se ha convertido en una herramienta que nadie ha votado para ir recortando las libertades democráticas; por cierto, un TC caducado por su no renovación y convertido en el búnker de la extrema derecha como el Consejo General del Poder Judicial.

Así, sobre una base aparentemente garantista de los derechos de la ciudadanía, el TC establece una teoría que en manos de Vox y el PP, nos llevaría de cabeza a la declaración del estado de excepción, que es lo que el Tribunal propone que se debería haber hecho en su momento. Y esto sí sería un verdadero hachazo a las libertades en un periodo de crisis política.

El Estado de Alarma sólo suspende, y con condiciones, ciertos derechos como la libre circulación; el Estado de excepción suspende durante 60 días todos los derechos democráticos, no solo el de libre circulación, son el de reunión, huelga o manifestación. Pequeña diferencia.

El poder judicial como herramienta política

No es que sorprenda que las instituciones judiciales son parte del poder político de la clase dominante, eso lo sabe cualquier marxista, y lo reconocen dos representantes de la justicia española, desde el derechista Lesmes, presidente del CGPJ, cuando afirmó que las «leyes están hechas para los roba gallinas», hasta el progresista Joaquim Bosch, de Jueces para la Democracia, que hizo la siguiente reflexión, «a veces tengo la amarga sensación, como juez, de que las leyes son telarañas que cogen a las pobres moscas y dejan pasar a avispas y abejorros».

Esta consideración de la justicia como parte del poder de la clase burguesa, con leyes hechas a su medida para «dejar pasar a avispas y abejorros», mientras se centra en los «roba gallinas», no es ninguna novedad en ningún país del mundo. Lo que sí es excepcional es el Estado español, donde fruto de una Transición que traicionó las ansias de libertad de los pueblos del estado tras 40 años de dictadura, el capital se garantizó que no solo las leyes, sino las instituciones judiciales, se mantuvieran tal y como se configuraran en el franquismo.

Para darle una pátina democrática, se inventaron ese organismo que en realidad es la «tercera cámara» del parlamentarismo español, el Tribunal Constitucional. De esta manera, y como se hace todo en el Estado español, no se rompe con el pasado -la burguesía no hizo su revolución que rompiera con la aristocracia, sino que se fusionaron, la dictadura no desapareció solo se fusionó a las instituciones parlamentarias-, se le añadió a la cúpula del aparato judicial, compuesto por el mismo Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional. Todo esto sin contar la jurisdicción militar.

Así, mientras la justicia española en sus organismos de base, juzgados de primera instancia y demás, se encuentra colapsada, y ya sabemos que una justicia lenta es injusta, en su cabeza hay un exceso de organismos de poder. En la justicia española «hay más oficiales que soldados»

Las cosas no suceden sin motivo

Primero por un motivo histórico, la transición dejó incólumes todos los aparatos del régimen franquista, solo les cambió el nombre y así el Tribunal de Orden Público, que juzgaba delitos políticos, se transformó el mismo día de junio del 77 en la Audiencia Nacional, con exactamente las mismas competencias, ahora adornadas de “antiterrorismo” y “anticorrupción”.

El proyecto original de la burguesía, la llamada Reforma Política de Suárez de 1976, que precedió a la Constitución del 78, no era una democracia homologable a la francesa, inglesa o italiana; sino que era «homologar» las instituciones del franquismo cambiando los nombres para no cambiar nada.

De hecho, en 1977 la misma burguesía no tenía para nada claro cómo iba a terminar la Transición y si no iba a necesitar un tribunal político como la AN.

Posteriormente, cuando se aprobó la Constitución del 78, y para darle una forma democrática a todo esto añadieron otro Tribunal que tiene como competencias la limpieza constitucional del régimen, al que llamaron pomposamente Tribunal Constitucional. Así se añadió otro organismo judicial de control político más.

La falsa independencia judicial

El poder judicial lo conforman las leyes, la «tela de araña» a la que se refiere Joaquim Bosch, las instituciones (CGPJ, TS, TC, AN, Fiscalía, y demás) y las personas que las componen. Son estas personas, con ojos, caras, procedencia social e ideología las que las dictan; son los jueces y magistrados.

Si combinamos una legislación hecha para los «roba gallinas» con unas personas que acceden a los juzgados y al poder judicial desde sectores sociales no obreros ni populares, sino con pedigree familiar en la justicia; todo cocido en el caldo de una transición que no solo libró a los jueces franquistas de responder ante el pueblo por sus crímenes, el resultado no puede ser más deprimente: la justicia española es neo franquista por su origen, clasista por la legislación que aplica y antidemocrática por la forma de elección…

En la cúspide de este entramado político- jurisdiccional está el Tribunal Constitucional, que como un “tribunal de la inquisición” se encuentra más allá del bien y del mal, es el que puede modificar las decisiones del pueblo acorde con los intereses que ellos defienden.

Al cocido se le añade que no hay quien «vigile al vigilante». Los jueces españoles son como dioses, que emiten sentencias que suponen desahucios, prisión para jóvenes y activistas, o «cepillados» de leyes aprobadas por parlamentos y referendos como demostró toda la política llevada desde el poder judicial contra Catalunya.

Como el sistema judicial español y europeo, exige que para llegar a los tribunales de la UE hay que agotar todas las vías estatales, este TC no deja de hacer trampas. Por ejemplo, retrasó una resolución sobre los recursos de pres@s y exiliad@s catalanes, para evitar que el Tribunal de Estrasburgo pudiera emitir un fallo a tiempo de que se pudieran presentar a unas elecciones, porque el propio TC sabía que le iba a perjudicar. Eso es prevaricación; pero como lo hacen los magistrados del TC nadie les pide explicaciones.

Democracia sin ley, ley sin democracia

Hace unos días, en el Parlamento, el presidente del PP Pablo Casado afirmó con la autoridad que le da haber acabado la carrera de derecho en dos años, y sin pisar la facultad, que la Guerra Civil fue una lucha entre “los que defendían una democracia sin ley, frente a los que defendían la ley sin democracia”; como si la República no hubiera tenido leyes y constituciones.

Pero esta no es la discusión de fondo, pues la República no dejó de ser una república burguesa con leyes burguesas; sino que la afirmación de Casado expresa muy bien lo que entiende la inmensa mayoría de la judicatura española sobre las leyes y su relación con la democracia, y que se traslada al conjunto de la sociedad; sólo llevó al extremo el argumento del TS para condenar a los dirigentes políticos catalanes y que Rajoy, otra lumbrera del derecho, agitó durante años: el respeto a las leyes es la esencia de la democracia.

Está claro de dónde vienen estos señores, son hijos del franquismo que no consideran la democracia como el centro de la vida social, sino el respeto a las leyes. Por eso Casado es capaz, sin despeinarse, de poner al mismo nivel los que defienden la democracia, con o sin ley, y los que defienden “la ley”, con o sin democracia. Sólo con la formulación concreta de la disyuntiva se visualiza la mentalidad franquista de Casado: la aplicación de la ley, sin democracia, se llama dictadura.

La democracia es una palabra griega que tiene dos partes, “demos”, pueblo, “cracia”, poder; poder del pueblo vamos. La palabra “ley” no aparece por ningún lado; la ley es una derivación del poder del pueblo, no al revés. Lo que diferencia a la democracia de otros sistemas de organización política es, justo, cómo se elaboran esas leyes, porque normas las ha habido siempre.

Desde el código de Hammurabi hace 4000 años, las sociedades de clases se han organizado a través de leyes y normas de funcionamiento; cómo y quién las elabora es lo que les diferencia. El respeto a la ley nunca puede ser el centro de la democracia, pues la convertiría en una mera formalidad otorgándole todo el poder no a quién las elabora, el pueblo, sino a quién las ejecuta, los jueces y la magistratura.

De esta manera la columna vertebral del sistema pasaría de los órganos electos como los Parlamentos, o en el caso de un estado obrero, los Consejos Obreros/Soviets, a estructuras no electas como la judicatura o en el segundo caso, los funcionarios del estado. En estas condiciones la democracia no deja de ser un simple trapo que tapa una dictadura discrecional de funcionarios no elegidos ni controlados por nadie.

La limpieza del aparato judicial

Pues bien, siendo esto lo que piensan la inmensa mayoría de los jueces y magistrados del Estado español, que la democracia sin ley es el caos, y equiparable a la dictadura, es que es imprescindible una limpieza de arriba abajo de todo el aparato judicial español; está gangrenado del virus franquista. Una limpieza que debe comenzar por la disolución de todas las instituciones judiciales con un claro contenido político, como la Audiencia Nacional o el TC, que solo sirven para la persecución política.

En una democracia capitalista no pueden existir jurisdicciones especiales, políticas, puesto que se supone que, con base en la democracia, los problemas políticos se resuelven por la vía del voto y el acuerdo. No caben delitos políticos dentro de una democracia burguesa, y por ello no caben jurisdicciones especiales como la Audiencia Nacional o el Tribunal Constitucional.

Hay un segundo paso, quizás más complicado, que es el de depurar las instituciones judiciales de jueces neo franquistas, que en cada sentencia que emiten se trasluce una prevaricación antidemocrática: habría que establecer un mecanismo según el cual se pudiera establecer que un juez franquista no puede ejercer en la judicatura bajo ningún concepto.

No es un problema “ideológico” como lo quieren presentar los “negacionistas” de los crímenes del franquismo. De la misma manera que en Alemania negar el Holocausto o en Italia hacer apología del fascismo es delito, y por lo tanto incompatible con el cargo de juez, en el Estado español negar los crímenes del franquismo y su equiparación con la actuación de la República, debe ser motivo para apartarlo inmediatamente de la judicatura.

El franquismo, como el fascismo o el nazismo fueron los causantes directos de millones de muert@s, de delitos contra la Humanidad y genocidio, y nadie que justifique esto está capacitado para ejercer como juez. En el Estado español no se podrá hablar de democracia, ni tan siquiera burguesa, mientras los “gestores” de la justicia que a través de ella “vigilan” a la sociedad, sean personas e instituciones que niegan el principio básico de la democracia, la soberanía del pueblo a través del voto.

A diferencia de los neo franquistas como Casado o los jueces del TS, un demócrata en la disyuntiva entre “democracia sin ley, y ley sin democracia” no lo duda ni un momento; democracia para luchar por unas leyes, y las instituciones que las apliquen, al servicio de la mayoría social, que es la clase obrera y los oprimidos por el capital.